El cocinero estaba desesperado. Hacía días que no abría su restaurante y una mañana, para sorpresa de todos, apareció llorando desconsoladamente en un banco del parque. Tenía todo el aspecto de haber pasado la noche bebiendo.
Él actuaba siempre del mismo modo. Reunía ingredientes, los mezclaba y los iba cociendo con mucha paciencia. Probaba cada receta y la volvía a preparar, eliminando aquello que creía que sobraba o añadiendo algún matiz hasta conseguir la medida óptima.
Llevaba meses, sin embargo, sin conseguir nada de su agrado. Ni siquiera él disfrutaba con su propia cocina. Siempre tenía demasiada harina, o exceso de albahaca, o sabía mucho a pimienta o no lograba encontrar el punto adecuado de coñac. No terminaba un plato que le convenciese y por supuesto no estaba dispuesto a cobrar a nadie por aquello.
En una ocasión, desesperado por no poder abrir su restaurante, ofreció al público la receta que le resultaba menos mediocre. Lamentablemente, tal y como había temido, dejó a todos indiferentes. Aquellos que antes habían quedado fascinados por la exquisitez de sus guisos se limitaron hoy a dedicar un par de palabras corteses pero impostadas sobre el resultado.
Fue entonces cuando desfalleció y, tras terminar con algunas botellas de su mejor vino, fue sollozando a sentarse en el parque. Hundía la cabeza entre las manos y se preguntaba qué sería de su futuro. Había pasado otras crisis culinarias, pero ninguna de tal calibre y duración. ¿Qué solución podría encontrar? ¿Qué esperanza le quedaba? ¿Qué iba a hacer ahora?