Hay un gran bosque. En medio del bosque un pequeño pueblecito. La gente vive en chozas de madera, esparto y barro cocido. La mayor parte de la gente vive del pastoreo. Apacientan cabras. Otros cultivan remolacha y lechugas al lado del escuálido arroyuelo. Los demás recolectan frutos silvestres, especialmente bellotas procedentes de la carrasca, el árbol predominante en el bosque, y también moras.
La gente del pueblo va a tener mala suerte. Su vida es tranquila. Se dedican diariamente a las tareas del campo y, por las noches, se reúnen todos en torno a una gran hoguera. Cenan en comunidad. Comen higos, moras, y bellotas fritas. Pan con aceite. Arroz con leche, pan dulce, ensalada, gachas, migas… Los ancianos de la aldea cuentan historias. Después los jóvenes bailan y cantan. Más tarde se duermen. Algunos hacen el amor en sus cabañas. Es una comunidad feliz.
Pero ya lo digo, van a tener mala suerte, no hay remedio. Me da pena pero tiene que ser así. Casualmente, la comarca vecina fue invadida hace poco por un grupo de guerreros salvajes. La gente de esta tierra apenas conoce a ésos hombres, pero se cuentan viejas leyendas sobre ellos. Son personas duras y bárbaras que viven en las llanuras del norte. Se dedican también al pastoreo, pero pastorean caballos. Los utilizan para campear por las tierras pacíficas y saquearlas. Les gusta la violencia. Roban, matan, destruyen. Queman las casas. Se quedan con el oro, que es para ellos una materia mágica y fabulosa, a la que adoran. A los hombres los venden como esclavos, para obtener más oro. A las mujeres las violan. Se las reparten sus jefes.
Esta noche han llegado a la aldea. Me da pena, pero es necesario. La historia es así. Mi historia es así. Ahora no tendría sentido cambiarla. Entrar en detalles sería un poco pesado, pero lo cierto es que algunos acontecimientos futuros requieren que hoy, esta noche, el pequeño pueblecillo reciba a los guerreros del norte. Y será así.
Cerca del pueblecillo hay una torreta de vigilancia. Es una plataforma montada sobre un viejo y gruesísimo árbol muerto. Unos escalones de madera clavados al árbol sirven para subir y bajar. En lo alto, cada noche, un miliciano procedente de la aldea vigila las inmediaciones. Desde allí se ve mucho alrededor. Esta noche, el miliciano se quedó dormido. Da una cabezada y se despierta. Se frota los ojos. Enciende su pipa. Fuma tranquilamente y después la apaga. Pero mientras la apaga, ve algo raro. Una luz entre los árboles, no muy lejos, en los faldones de un cerro cercano. Vuelve a mirar, nada. Permanece así varios minutos, muy alterado, nervioso. Sigue mirando. Respira muy despacio, muy suave, como si temiera que le oyeran. Cree que han sido imaginaciones suyas, eso espera. Esto no puede estar pasándole a él. Pero sí, está ocurriendo. Él quiere pensar que no es cierto, pero yo sé que sí lo es. Ha visto lo que ha visto: vienen a por el pueblo. Pronto, sus temores se confirman. Vuelve a ver no una luz, sino tres ésta vez. Está más que claro, son antorchas. Antorchas llevadas por hombres que descienden el cerro, entre las carrascas, a gran velocidad. En pocos minutos habrán llegado.
El miliciano no se lo piensa dos veces. Agarra con violencia la campana que pende del tejadillo y la agita. Mueve el badajo una y otra vez, nervioso, aterrorizado. Suda a mares. La campana repiquetea continuamente. En el pueblo tienen que oírle. Pero no le oyen. Están cantando y bailando. Sus voces tapan la alarma.
El miliciano baja del árbol sin utilizar la escalinata. Se da un buen golpe contra el suelo. Rueda entre los arbustos. Se levanta dolorido, magullado. Pensaba que la caída sería más suave. Tiembla un poquito. Ahora la cosa ha empeorado: ya no ve a esos hombres, pero los oye. Deben estar muy cerca. Sale corriendo de allí. Corre y corre. Es pánico lo que siente. Reza a sus dioses. Pero no le escuchan. Esos dioses no existen. Me los inventé. Igual que a él. Hoy no será su día, eso puedo asegurarlo.
Llega a la primera choza de la aldea. Es una choza alta, un palafito. Sirve de refugio a tres milicianos que, por turnos, defienden la puerta de la aldea. Hace un rato que advirtieron el sonido de la campana. Debieron ser los únicos en toda la aldea. Uno de ellos se ocupó de cerrar las puertas de la empalizada, construida con gruesos maderos y una base de adobe. Los otros dos portan lanzas y escudos de cuero sobre el camino. Ven a su compañero correr hacia ellos. Tras él, al menos ochenta hombres a caballo. Son hombres rudos, fuertes, bestiales. Todos ellos tienen largos bigotes o perillas, trenzados y adornados con cuentas de hueso. Lo mismo ocurre con sus vistosos peinados: rapados, crestas, coletas, largas trenzas, adornos de hueso y madera. Algunos lucen collares confeccionados con colmillos y falanges humanas. Enarbolan espadas y amplios escudos, hachas, mazas de bronce y, sobre todo, arcos y flechas. Comienzan a dispararlas.
El primero en caer es el vigilante. Tres flechas se clavan en su espalda. Sigue rezando, incluso ahora. Se desploma de rodillas. Besa el suelo. Llora, gime, suplica. Pero no sirve de nada. El fin de este pueblecillo está próximo. Me resulta triste, pero es así. La historia es la que es. Los cascos de los caballos pisotean su cuerpo hasta deshacerlo.
Los siguientes serán sus compañeros. Atacan a los invasores con sus lanzas, pero no tienen mucha experiencia luchando. Pronto, estas armas se parten en pedazos. Lo mismo ocurre con sus escudos. Los bárbaros les acometen con sus afilados sables. Les decapitan y les destripan. Después se plantan ante la puerta, cerrada por detrás con fuertes travesaños, y apuntalada con piedras y sacos por algunos de los habitantes. Otros milicianos se suben a la empalizada, acompañados de cabreros, cazadores y campesinos. Serán unos cuarenta hombres. Lanzan palos y piedras a los atacantes. También utilizan aceite hirviendo. Pero es poco lo que pueden hacer.
Muchos de estos hombres caen inmediatamente, alcanzados por las flechas invasoras. Mientras tanto, los jinetes no pierden el tiempo. Abandonan sus monturas y buscan un árbol alto y delgado, un álamo. Lo amarran bien con cuerdas que atan a sus caballos. Espolean a los animales. El árbol se derrumba. Ya tienen un ariete.
Dentro de la aldea, la gente está aterrorizada. Algunos hombres han llevado a sus mujeres a sus casas. La mayoría, junto con los niños, han sido refugiadas en el granero, por orden del gran jefe. Muchos de los ancianos están con ellas, aquellos a los que ha dado tiempo. Los demás, demasiado lentos por sus débiles huesos, no han podido llegar y se han visto obligados a esconderse en cualquier rincón.
Los bárbaros han destrozado la puerta. Pueden entrar. La matanza es rápida. Todos los hombres les esperan en la explanada donde empieza al pueblo. Les azuzan con lo primero que pillan: hoces, guadañas, martillos, cayados… Pero sólo hacen eso: azuzarles. No son soldados. Son campesinos y pastores. Mueren rápidamente. Son machacados por el hierro salvaje. Suplican, pero los bárbaros que he inventado no tienen piedad. Son criaturas sin corazón, hombres que sólo encuentran placer en la sangre, en la guerra. Se ríen. Gritan. Están presos de un trance fanático y terrible.
Los pocos supervivientes huyen al granero o a sus casas, a reunirse con sus mujeres. Mientras, los jinetes prenden fuego a la aldea. Las chozas de esparto arden rápidamente. El adobe lo desmontan a patadas y puñetazos. Tres de ellos, encolerizados, persiguen a un hombre de mediana edad que corre hacia su choza. Está muy lejos, pero lo alcanzarán en seguida pues van a caballo. El hombre se encierra en la cabaña. Fuera, junto a la puerta, ha quedado una anciana que intentaba refugiarse por allí. Él la escucha gritar, fuera. Oye también el ruido de un acero y un sonido como de agua, como de sangre. Toma un colgante que lleva en el cuello. Un pequeño talismán confeccionado con madera, símbolo de su dios. Reza.
Los guerreros llaman a la puerta. Quise hacerlos así: crueles, burlones, asquerosamente irónicos. Llaman educadamente, con suaves golpecitos. El aldeano está aterrorizado. No para de repasar sus oraciones, atropellándose. No sabe que es inútil. Suplica a sus creadores, pero lo cierto es que no conoce a su verdadero creador. Y si lo conociera, serviría de poco, porque realmente no tengo intención de salvarle. Este pueblo arderá.
Los saqueadores siguen llamando a la puerta. Con sorna, preguntan si pueden entrar, en su mal dominio del idioma autóctono. Cuando se cansan, revientan la puerta a patadas. El dueño de la casa les espera con un horquillo, que enarbola como si fuera una lanza. Les embiste profiriendo un grito ensordecedor. Pero ellos, con poco esfuerzo, le arrebatan su improvisada arma y le decapitan.
En el sótano de la casa se esconde el resto de la familia. La trampilla de acceso a la cueva está tapada por una estera de mimbre. Ellas también rezan. Si supieran que de nada sirve. No tienen ni idea de quién soy. Han preferido adorar a unos dioses y espíritus que me inventé, que no existen. Qué triste es su mundo. Les condené a este destino absurdo. Son una pieza dentro de mi gran puzle, un capítulo en mi libro. La historia les necesita, necesita su muerte, su sufrimiento. Es preciso para esta trama, que a ellos sin duda se les antoja horrible. Es una pena, pero no funcionaría si no fuera así.
Una mujer de mediana edad, la madre, abraza a sus dos hijos menores. Entre niños y niñas, al menos otros seis están allí. También se encuentra con ellos la abuela. El abuelo se perdió en el camino. Escuchan pasos sobre ellos. Los atacantes revuelven la casa. Buscan oro. Cualquier cosa que llevarse. Después se encaminan hacia la puerta… Van a salir. Esta familia está a punto de salvarse. Pero no se salvará. El más pequeño de los niños estornuda. Soy así de cruel. Podría haber dejado que los guerreros se fueran sin más, pero hice que este crío estornudara. No hay momento menos oportuno. ¿Por qué me comporto de este modo? ¿Por qué permito que las cosas sean así? ¿Por qué he creado un mundo donde tiene cabida algo tan abominable como la guerra? La verdad, ni yo mismo lo sé. Pude imaginar un país mágico de mariposillas, duendes y hadas, donde todos bailasen. Pero preferí una tierra de sangre.
Abren la trampilla. Les sacan de allí a trompicones. Primero se ensañan con la abuela. La golpean, la apuñalan. Un pequeño zarandeo habría bastado para reventar sus frágiles huesos, y estos salvajes le pegan con sus manazas brutales. Terminan por degollarla. Luego van a por los niños. A la madre la sujetan. Ve cómo les cortan la cabeza, uno a uno. Se ríen. Son unos bastardos, la verdad. Incluso a mí me dan asco. Sin embargo, curiosamente, no les falta un halo de épica y elegante vistosidad indígena. Sus largas trenzas, sus pintorescos peinados, sus tatuajes y adornos tribales. Parecen salvajes bárbaros de leyenda. Es más, no lo parecen, lo son. Me los he inventado. Como a su mundo.
A la madre la violan una vez, y otra, y otra. Se turnan. Cuando se cansan, la dejan allí, se orinan sobre ella. Está exhausta. Ella sobrevivirá. Cuando se marchen, la llevarán con ellos. Suelen hacerlo. La utilizarán como esclava sexual durante meses, hasta que se muera de hambre, enfermedad o de asco. Creo que para entonces ha dejado de creer en los dioses que inventé para ella. O sigue creyendo… pero les odia. Piensa que son unos dioses malignos, unos demonios. Me alegro de que no sea a mí a quien odie. Después de todo, no sabe que existo.
La destrucción del pueblecito pronto llegará a su fin. Los pocos aldeanos que aún viven deben dejar de rezar. En cierto modo, sus oraciones han sido escuchadas. Voy a poner fin a su sufrimiento, el de todos. No del modo que ellos quisieran porque, obviamente, no quieren morir, pero… algo es algo.
El gran jefe es el único de los hombres que aún vive. Le tienen agarrado entre varios jinetes, de rodillas ante el granero, cuya puerta han trabado con varias lanzas y palos. La gente allí refugiada puede mirar por los ventanucos lo que ocurre fuera. Degüellan al jefe. Después, decapitan su cadáver tendido sobre el frío barro. Uno de los bárbaros, el más alto y fuerte, exhibe la cabeza ante las aterrorizadas gentes. Lanza unas palabras atronadoras en su rudimentaria lengua. Luego tira la cabeza al suelo, con desprecio.
El granero es incendiado. Las mujeres, niños y ancianos allí encerrados suplican, chillan, gritan a los dioses que los saquen, que hagan algo. Pero no hacen nada. Lo harían si yo quisiera, pero no viene al caso. La historia no va por ahí, tiene otra trama. Me da pena esta gente. El granero se incendia deprisa. Se asfixian con rapidez. Por lo menos tienen una muerte rápida. Es lo único que yo puedo hacer.
La única superviviente es aquella madre. Los hombres que la violaron no se olvidan de recogerla. Sigue en el mismo lugar, sobre el suelo de su choza, desmayada. La atan y la meten dentro de un saco. Lo depositan junto a otros, que han llenado con todos los objetos de valor saqueados en el pueblecito. Al menos diez o doce sacos.
Se la llevan. Se marchan de allí con parsimonia, a lomo de sus caballos. El pueblo deja de arder cuando se acerca el alba. La columna de humo se ve en la lejanía, alertando a poblaciones cercanas. Las gentes extreman la precaución, se acantonan, saben que viene la guerra. El ejército está avisado. El futuro de ambos pueblos, decidido. Yo sé el resultado. Pero aún no ha de llegar.
Como prueba de su victoria, los bárbaros dejan un símbolo junto a la aldea quemada. Una cruz de madera con un manto sobre sus brazos, y un cráneo en lo alto. Es el símbolo de su poder. De que esta tierra es suya. Pero no lo es. No se quedarán con ella. No por el momento. Aunque ellos eso no lo saben. Ya se enterarán.
A su prisionera se la llevan lejos. Muy lejos del pueblecito. A tierras que ella no conoció jamás. Al principio siente pánico, luego desea morir. Se la turnan cada noche y cada día para fornicar con ella. Reza diariamente para que los dioses la salven, que la liberen o que la maten.
Pero yo, al cabo de un tiempo, no pienso en ella y ni me acuerdo de que existe.
La gente del pueblo va a tener mala suerte. Su vida es tranquila. Se dedican diariamente a las tareas del campo y, por las noches, se reúnen todos en torno a una gran hoguera. Cenan en comunidad. Comen higos, moras, y bellotas fritas. Pan con aceite. Arroz con leche, pan dulce, ensalada, gachas, migas… Los ancianos de la aldea cuentan historias. Después los jóvenes bailan y cantan. Más tarde se duermen. Algunos hacen el amor en sus cabañas. Es una comunidad feliz.
Pero ya lo digo, van a tener mala suerte, no hay remedio. Me da pena pero tiene que ser así. Casualmente, la comarca vecina fue invadida hace poco por un grupo de guerreros salvajes. La gente de esta tierra apenas conoce a ésos hombres, pero se cuentan viejas leyendas sobre ellos. Son personas duras y bárbaras que viven en las llanuras del norte. Se dedican también al pastoreo, pero pastorean caballos. Los utilizan para campear por las tierras pacíficas y saquearlas. Les gusta la violencia. Roban, matan, destruyen. Queman las casas. Se quedan con el oro, que es para ellos una materia mágica y fabulosa, a la que adoran. A los hombres los venden como esclavos, para obtener más oro. A las mujeres las violan. Se las reparten sus jefes.
Esta noche han llegado a la aldea. Me da pena, pero es necesario. La historia es así. Mi historia es así. Ahora no tendría sentido cambiarla. Entrar en detalles sería un poco pesado, pero lo cierto es que algunos acontecimientos futuros requieren que hoy, esta noche, el pequeño pueblecillo reciba a los guerreros del norte. Y será así.
Cerca del pueblecillo hay una torreta de vigilancia. Es una plataforma montada sobre un viejo y gruesísimo árbol muerto. Unos escalones de madera clavados al árbol sirven para subir y bajar. En lo alto, cada noche, un miliciano procedente de la aldea vigila las inmediaciones. Desde allí se ve mucho alrededor. Esta noche, el miliciano se quedó dormido. Da una cabezada y se despierta. Se frota los ojos. Enciende su pipa. Fuma tranquilamente y después la apaga. Pero mientras la apaga, ve algo raro. Una luz entre los árboles, no muy lejos, en los faldones de un cerro cercano. Vuelve a mirar, nada. Permanece así varios minutos, muy alterado, nervioso. Sigue mirando. Respira muy despacio, muy suave, como si temiera que le oyeran. Cree que han sido imaginaciones suyas, eso espera. Esto no puede estar pasándole a él. Pero sí, está ocurriendo. Él quiere pensar que no es cierto, pero yo sé que sí lo es. Ha visto lo que ha visto: vienen a por el pueblo. Pronto, sus temores se confirman. Vuelve a ver no una luz, sino tres ésta vez. Está más que claro, son antorchas. Antorchas llevadas por hombres que descienden el cerro, entre las carrascas, a gran velocidad. En pocos minutos habrán llegado.
El miliciano no se lo piensa dos veces. Agarra con violencia la campana que pende del tejadillo y la agita. Mueve el badajo una y otra vez, nervioso, aterrorizado. Suda a mares. La campana repiquetea continuamente. En el pueblo tienen que oírle. Pero no le oyen. Están cantando y bailando. Sus voces tapan la alarma.
El miliciano baja del árbol sin utilizar la escalinata. Se da un buen golpe contra el suelo. Rueda entre los arbustos. Se levanta dolorido, magullado. Pensaba que la caída sería más suave. Tiembla un poquito. Ahora la cosa ha empeorado: ya no ve a esos hombres, pero los oye. Deben estar muy cerca. Sale corriendo de allí. Corre y corre. Es pánico lo que siente. Reza a sus dioses. Pero no le escuchan. Esos dioses no existen. Me los inventé. Igual que a él. Hoy no será su día, eso puedo asegurarlo.
Llega a la primera choza de la aldea. Es una choza alta, un palafito. Sirve de refugio a tres milicianos que, por turnos, defienden la puerta de la aldea. Hace un rato que advirtieron el sonido de la campana. Debieron ser los únicos en toda la aldea. Uno de ellos se ocupó de cerrar las puertas de la empalizada, construida con gruesos maderos y una base de adobe. Los otros dos portan lanzas y escudos de cuero sobre el camino. Ven a su compañero correr hacia ellos. Tras él, al menos ochenta hombres a caballo. Son hombres rudos, fuertes, bestiales. Todos ellos tienen largos bigotes o perillas, trenzados y adornados con cuentas de hueso. Lo mismo ocurre con sus vistosos peinados: rapados, crestas, coletas, largas trenzas, adornos de hueso y madera. Algunos lucen collares confeccionados con colmillos y falanges humanas. Enarbolan espadas y amplios escudos, hachas, mazas de bronce y, sobre todo, arcos y flechas. Comienzan a dispararlas.
El primero en caer es el vigilante. Tres flechas se clavan en su espalda. Sigue rezando, incluso ahora. Se desploma de rodillas. Besa el suelo. Llora, gime, suplica. Pero no sirve de nada. El fin de este pueblecillo está próximo. Me resulta triste, pero es así. La historia es la que es. Los cascos de los caballos pisotean su cuerpo hasta deshacerlo.
Los siguientes serán sus compañeros. Atacan a los invasores con sus lanzas, pero no tienen mucha experiencia luchando. Pronto, estas armas se parten en pedazos. Lo mismo ocurre con sus escudos. Los bárbaros les acometen con sus afilados sables. Les decapitan y les destripan. Después se plantan ante la puerta, cerrada por detrás con fuertes travesaños, y apuntalada con piedras y sacos por algunos de los habitantes. Otros milicianos se suben a la empalizada, acompañados de cabreros, cazadores y campesinos. Serán unos cuarenta hombres. Lanzan palos y piedras a los atacantes. También utilizan aceite hirviendo. Pero es poco lo que pueden hacer.
Muchos de estos hombres caen inmediatamente, alcanzados por las flechas invasoras. Mientras tanto, los jinetes no pierden el tiempo. Abandonan sus monturas y buscan un árbol alto y delgado, un álamo. Lo amarran bien con cuerdas que atan a sus caballos. Espolean a los animales. El árbol se derrumba. Ya tienen un ariete.
Dentro de la aldea, la gente está aterrorizada. Algunos hombres han llevado a sus mujeres a sus casas. La mayoría, junto con los niños, han sido refugiadas en el granero, por orden del gran jefe. Muchos de los ancianos están con ellas, aquellos a los que ha dado tiempo. Los demás, demasiado lentos por sus débiles huesos, no han podido llegar y se han visto obligados a esconderse en cualquier rincón.
Los bárbaros han destrozado la puerta. Pueden entrar. La matanza es rápida. Todos los hombres les esperan en la explanada donde empieza al pueblo. Les azuzan con lo primero que pillan: hoces, guadañas, martillos, cayados… Pero sólo hacen eso: azuzarles. No son soldados. Son campesinos y pastores. Mueren rápidamente. Son machacados por el hierro salvaje. Suplican, pero los bárbaros que he inventado no tienen piedad. Son criaturas sin corazón, hombres que sólo encuentran placer en la sangre, en la guerra. Se ríen. Gritan. Están presos de un trance fanático y terrible.
Los pocos supervivientes huyen al granero o a sus casas, a reunirse con sus mujeres. Mientras, los jinetes prenden fuego a la aldea. Las chozas de esparto arden rápidamente. El adobe lo desmontan a patadas y puñetazos. Tres de ellos, encolerizados, persiguen a un hombre de mediana edad que corre hacia su choza. Está muy lejos, pero lo alcanzarán en seguida pues van a caballo. El hombre se encierra en la cabaña. Fuera, junto a la puerta, ha quedado una anciana que intentaba refugiarse por allí. Él la escucha gritar, fuera. Oye también el ruido de un acero y un sonido como de agua, como de sangre. Toma un colgante que lleva en el cuello. Un pequeño talismán confeccionado con madera, símbolo de su dios. Reza.
Los guerreros llaman a la puerta. Quise hacerlos así: crueles, burlones, asquerosamente irónicos. Llaman educadamente, con suaves golpecitos. El aldeano está aterrorizado. No para de repasar sus oraciones, atropellándose. No sabe que es inútil. Suplica a sus creadores, pero lo cierto es que no conoce a su verdadero creador. Y si lo conociera, serviría de poco, porque realmente no tengo intención de salvarle. Este pueblo arderá.
Los saqueadores siguen llamando a la puerta. Con sorna, preguntan si pueden entrar, en su mal dominio del idioma autóctono. Cuando se cansan, revientan la puerta a patadas. El dueño de la casa les espera con un horquillo, que enarbola como si fuera una lanza. Les embiste profiriendo un grito ensordecedor. Pero ellos, con poco esfuerzo, le arrebatan su improvisada arma y le decapitan.
En el sótano de la casa se esconde el resto de la familia. La trampilla de acceso a la cueva está tapada por una estera de mimbre. Ellas también rezan. Si supieran que de nada sirve. No tienen ni idea de quién soy. Han preferido adorar a unos dioses y espíritus que me inventé, que no existen. Qué triste es su mundo. Les condené a este destino absurdo. Son una pieza dentro de mi gran puzle, un capítulo en mi libro. La historia les necesita, necesita su muerte, su sufrimiento. Es preciso para esta trama, que a ellos sin duda se les antoja horrible. Es una pena, pero no funcionaría si no fuera así.
Una mujer de mediana edad, la madre, abraza a sus dos hijos menores. Entre niños y niñas, al menos otros seis están allí. También se encuentra con ellos la abuela. El abuelo se perdió en el camino. Escuchan pasos sobre ellos. Los atacantes revuelven la casa. Buscan oro. Cualquier cosa que llevarse. Después se encaminan hacia la puerta… Van a salir. Esta familia está a punto de salvarse. Pero no se salvará. El más pequeño de los niños estornuda. Soy así de cruel. Podría haber dejado que los guerreros se fueran sin más, pero hice que este crío estornudara. No hay momento menos oportuno. ¿Por qué me comporto de este modo? ¿Por qué permito que las cosas sean así? ¿Por qué he creado un mundo donde tiene cabida algo tan abominable como la guerra? La verdad, ni yo mismo lo sé. Pude imaginar un país mágico de mariposillas, duendes y hadas, donde todos bailasen. Pero preferí una tierra de sangre.
Abren la trampilla. Les sacan de allí a trompicones. Primero se ensañan con la abuela. La golpean, la apuñalan. Un pequeño zarandeo habría bastado para reventar sus frágiles huesos, y estos salvajes le pegan con sus manazas brutales. Terminan por degollarla. Luego van a por los niños. A la madre la sujetan. Ve cómo les cortan la cabeza, uno a uno. Se ríen. Son unos bastardos, la verdad. Incluso a mí me dan asco. Sin embargo, curiosamente, no les falta un halo de épica y elegante vistosidad indígena. Sus largas trenzas, sus pintorescos peinados, sus tatuajes y adornos tribales. Parecen salvajes bárbaros de leyenda. Es más, no lo parecen, lo son. Me los he inventado. Como a su mundo.
A la madre la violan una vez, y otra, y otra. Se turnan. Cuando se cansan, la dejan allí, se orinan sobre ella. Está exhausta. Ella sobrevivirá. Cuando se marchen, la llevarán con ellos. Suelen hacerlo. La utilizarán como esclava sexual durante meses, hasta que se muera de hambre, enfermedad o de asco. Creo que para entonces ha dejado de creer en los dioses que inventé para ella. O sigue creyendo… pero les odia. Piensa que son unos dioses malignos, unos demonios. Me alegro de que no sea a mí a quien odie. Después de todo, no sabe que existo.
La destrucción del pueblecito pronto llegará a su fin. Los pocos aldeanos que aún viven deben dejar de rezar. En cierto modo, sus oraciones han sido escuchadas. Voy a poner fin a su sufrimiento, el de todos. No del modo que ellos quisieran porque, obviamente, no quieren morir, pero… algo es algo.
El gran jefe es el único de los hombres que aún vive. Le tienen agarrado entre varios jinetes, de rodillas ante el granero, cuya puerta han trabado con varias lanzas y palos. La gente allí refugiada puede mirar por los ventanucos lo que ocurre fuera. Degüellan al jefe. Después, decapitan su cadáver tendido sobre el frío barro. Uno de los bárbaros, el más alto y fuerte, exhibe la cabeza ante las aterrorizadas gentes. Lanza unas palabras atronadoras en su rudimentaria lengua. Luego tira la cabeza al suelo, con desprecio.
El granero es incendiado. Las mujeres, niños y ancianos allí encerrados suplican, chillan, gritan a los dioses que los saquen, que hagan algo. Pero no hacen nada. Lo harían si yo quisiera, pero no viene al caso. La historia no va por ahí, tiene otra trama. Me da pena esta gente. El granero se incendia deprisa. Se asfixian con rapidez. Por lo menos tienen una muerte rápida. Es lo único que yo puedo hacer.
La única superviviente es aquella madre. Los hombres que la violaron no se olvidan de recogerla. Sigue en el mismo lugar, sobre el suelo de su choza, desmayada. La atan y la meten dentro de un saco. Lo depositan junto a otros, que han llenado con todos los objetos de valor saqueados en el pueblecito. Al menos diez o doce sacos.
Se la llevan. Se marchan de allí con parsimonia, a lomo de sus caballos. El pueblo deja de arder cuando se acerca el alba. La columna de humo se ve en la lejanía, alertando a poblaciones cercanas. Las gentes extreman la precaución, se acantonan, saben que viene la guerra. El ejército está avisado. El futuro de ambos pueblos, decidido. Yo sé el resultado. Pero aún no ha de llegar.
Como prueba de su victoria, los bárbaros dejan un símbolo junto a la aldea quemada. Una cruz de madera con un manto sobre sus brazos, y un cráneo en lo alto. Es el símbolo de su poder. De que esta tierra es suya. Pero no lo es. No se quedarán con ella. No por el momento. Aunque ellos eso no lo saben. Ya se enterarán.
A su prisionera se la llevan lejos. Muy lejos del pueblecito. A tierras que ella no conoció jamás. Al principio siente pánico, luego desea morir. Se la turnan cada noche y cada día para fornicar con ella. Reza diariamente para que los dioses la salven, que la liberen o que la maten.
Pero yo, al cabo de un tiempo, no pienso en ella y ni me acuerdo de que existe.
[11.08]
Gracias
ResponderEliminarDe nada.
ResponderEliminar¡Porras Javier! Espero que en el proximo capitulo se haga justicia con los barbaros, por lo menos que haya justicia a un cuando sea inventada.
ResponderEliminarHasta pronto. Te dejo un fuerte abrazo y el eslogan que he escogido para toda la cuaresma.
PORQUE DIOS EXISTE SOY FELIZ
Hola Juan, gracias por tu visita.
ResponderEliminarLa verdad es que me he pasado con los bárbaros, ya que me los inventé, ¿porqué los hice tan bestias?
Gracias por el abrazo y el eslogan.
Saludos cordiales.
Ediciones Irreverentes presenta el libro "250 años de terror", el próximo viernes, 27 de febrero, a las 19,30h en la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla, en la C. Noviciado, 3.
ResponderEliminarEstás invitado.
Gracias por la invitación. Si me dices en qué ciudad es, me será más fácil ir.
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