Desde que podía recordar, el hormiguero siempre había estado ahí. Una grieta minúscula en el asfalto, al pie de la escalera en un recodo bajo la alberca. Era el lugar perfecto para ellas: hormigón inamovible al viento y a la lluvia. La misma puerta exacta perduraba año tras año, sin afectarle las inclemencias del tiempo; a diferencia de otras colonias excavadas en la arena, en el camino o en el campo, que eran destruidas invariablemente por el agua, el paso de los coches o el del arado.
A los niños les gustaba pasar tardes enteras jugando con aquel hormiguero eterno. A veces mirando sin más a las hormigas, trabajando, absortas en sus ocupaciones y absortos ellos también con el movimiento de sus antenas o el prodigio incomprensible de su fuerza.
Otras veces, las más, disfrutaban torturándolas; liberando en ellas la bestia sádica que tenían dentro, como todo hombre, y como todo niño más fuerte en ellos. Las atacaban con agua, inundando el agujero, y ellas salían en marabunta transportando la comida que podían recuperar y, cuando había suerte, incluso podían verlas portando desesperadas a sus larvas, para salvarlas.
A menudo les daban comida, restos de chucherías o cualquier bicho que pudieran encontrar por ahí, en la alberca o en el entorno. Las ayudaban a atrapar saltamontes, mariposas, y no se aburrían viendo cómo los troceaban vivos para almacenarlos. Estaban muy arriba para ellos, muy lejos del dolor y del pánico de los escarabajos en soledad, solos ellos rodeados por las hormigas que les acosaban, ora atrapando una antena, ora una pata, hasta partirlos, despedazarlos. Y aún estaban vivos en diferentes pedazos cuando les engullía la oscuridad de la colonia secreta, escondida.
Así pasaron los años, los niños fueron creciendo. También los árboles del huerto, dando sombra a la alberca, rodeando el diminuto agujero. Pero entre las raíces y la puerta siempre el cemento, y el hormiguero nunca cambiaba. Nevaba, helaba, granizaba, y siempre seguía allí la misma grieta; estratégicamente situada, no se resquebrajaba, ni menguaba ni se hacía más grande.
Con los años los críos ya eran adolescentes. Pasó lo que fuera que pasase y se desvincularon de aquel lugar, se desligaron. Nunca dejó de ser un sitio importante para ellos: la alberca, el huerto, el hormiguero. Pero algo se había roto entre ellos y ya nada sería lo mismo. Un pequeño refugio al que volver pero ya no la brasa encendida en el corazón que había sido; en su infancia, la ilimitada llanura siempre dentro de ellos, los formidables atardeceres ardiendo en lo profundo de sus pechos.
Un día se enteraron de que el lugar había sido reformado, y que los obreros habían cambiado el suelo de cemento por una alfombra de losas más bonita y más cómoda. Los bordes de la alberca habían sido remozados para convertirla en piscina, y se habían añadido en el entorno rosales, setos, aromáticas.
El terreno estaba precioso: desaparecido el huerto, todo alrededor hervía de frutales florecidos y arbustos estrellados de blanco, verde, azul, violeta. Los niños, que ya eran adolescentes, vieron todo aquello un tiempo después y les gustó. También comprobaron que el viejo hormiguero había desaparecido; removido por la taladradora y sepultado después por las losas de falsa piedra pulida. Les apenó, pero no le dieron mayor importancia y ninguno lo comentó.
Fue más adelante, cuando ya eran hombres, que algunos de ellos volvieron a pensar en el tema. ¿Cómo de grande debía llegar a ser el hormiguero? Durante tantos años, abierto al mundo a través de aquella diminuta boca, la colonia tenía asegurado el refugio. Quizá ocupase toda la base de la alberca y aun más. Realmente, pensaban, el nido en sí mismo seguía existiendo; la puerta era lo que había sido destruido, pero no la colmena, que bullía en la tierra profunda, lejos de las máquinas y del tiempo. Pero esa puerta, esa diminuta grieta en su memoria era ahora sólo un recuerdo.
¿Qué forma tenía? Ahora ya sólo podían dibujarla en su pensamiento; en tantos años, nunca se les ocurrió fotografiarla. Se les aparecía como una sombra en la mente, el agujero perfectamente grabado en el recuerdo, igual que había existido excavado en el asfalto. El agujero oscuro que conducía a las entrañas mismas de la tierra. Realmente, ¿qué era? Nunca había existido aquel hormiguero, el hormiguero. Quién podía imaginar el vértigo de corredores y de túneles, cuántas veces había variado su disposición, su estructura. Cuántos millones de hormigas habían habitado aquella ciudad secreta en sus vidas fugaces, nacido y muerto y servido de alimento o de argamasa.
El hormiguero, la huerta. El recuerdo y el refugio, y los dos eran lo mismo. Uno, removido por las máquinas entre los cascotes de cemento, destruido. Otro, desdibujado por la vida, por el tiempo, por las personas que iban y venían, por los acontecimientos. Poco a poco cada uno se fue alejando cada vez más del lugar, que fue siempre un sitio al que volver, pero en la distancia lejana del pasado y la infancia. Era el terreno que perdieron: el lugar imborrable de la niñez, la perfección, la felicidad inexplicable de no tener futuro.
Pero el futuro fue viniendo y volviéndose en presente, y las ramas perdían sus hojas y cambiaban las flores como pasaban las sesiones. Y las personas fueron cayendo como se desmigaban las copas de los árboles en estaciones; e igual que brotaban nuevas hierbas en lugares diferentes nacían otras personas que sustituían a los viejos.
Una brasa que ardía y poco a poco se apagaba, y en torno a ella siempre una oscuridad cada vez más grande dentro de una persona más pequeña. Un recuerdo que palpitaba, débilmente, acompañando algunas vidas hasta el ocaso de sus días.
El atardecer dentro, iluminando la memoria. Un recuerdo insignificante... pequeño como eran las personas, grande como era para ellas. La vida giraba dejando atrás un hormiguero, y uno de esos niños que eran hombres lo recordaba y se preguntaba cuántos otros millones de pequeños tontos recuerdos serían los que formarían las vidas ajenas. Todas las vidas humanas hechas de cosas triviales como aquella colonia de hormigas, como aquellos veranos de huerta.
Recuerdos pequeños, vidas insignificantes. Cosas importantes, como el hormiguero, la huerta.