Después de desaparecer los hombres se hizo un súbito silencio y la ciudad se envolvió en una calma profunda. Primeramente animales y plantas no reaccionaron; parecía que no asimilaran lo que acababa de ocurrir o que no terminaran de asumirlo.
Al cabo de poco, tímidamente, las primeras criaturas se decidieron a asomar. Ratones y pájaros discurrieron por donde no lo hacían hasta entonces, luego se animaron los gatos y los perros a triscar por los tejados y las calles. La vegetación estaba aún dormida, pero se iba despertando a medida que el sol pasaba sobre ella; como si el astro les avisara de que las cosas habían cambiado y de que había mucho por hacer.
Pronto la ciudad parecía otra. Los calores del verano tostaron el asfalto y los hielos del invierno terminaron de reventarlo. A la siguiente primavera los tréboles alfombraron por millones el campo improvisado y después de su muerte surgieron la hierba y los arbustos, los primeros árboles.
Pasaron años pero para la Tierra sin hombres aquello eran sólo días: las trepadoras volvieron verde hasta el último edificio, el bosque nació en plazas y avenidas. Empezaron a llegar allí los rebaños prudentes de ciervos y de gamos, los corzos triscaban entre los coches muertos como piedras. Los lobos siguieron a los rumiantes y también se unieron a la comunidad los osos pardos, que descendían por fin de la montaña a la que habían sido relegados. Tigres y leones escapados de los zoológicos se hicieron los reyes del lugar.
Finalmente llegaron las bandadas de aves. Los buitres hicieron sus nidos en los ventanales sombríos de los rascacielos, águilas y halcones coronaron las azoteas. Los pelícanos bebían en las fuentes - estancadas - de los parques donde chapoteaban las ranas. Millares de gaviotas, grullas, garzas y vencejos estrellaban el cielo, ahora limpio y transparente, y convertían cada atardecer en una algarabía que resonaba más allá de la llanura.
En los meses de buen tiempo la ciudad estallaba de flores rojas, verdes, violetas y turquesas; cuando hacía más calor la arboleda era un telar de naranjas, ocres y amarillos. En otoño las hojas grises de los árboles envolvían la ciudad como nieve y recorrían las calles susurrando.
Cuando hacía más frío el lugar quedaba preso de un silencio profundo y una serenidad desconocida que no era rota por ningún ruido de los que en otro tiempo fueron corrientes.
Os juro que, si los hombres justos y buenos hubiesen vivido para verlo se habrían complacido, felices de ver cómo eran las cosas y cómo serían de ahora en adelante.
Al cabo de poco, tímidamente, las primeras criaturas se decidieron a asomar. Ratones y pájaros discurrieron por donde no lo hacían hasta entonces, luego se animaron los gatos y los perros a triscar por los tejados y las calles. La vegetación estaba aún dormida, pero se iba despertando a medida que el sol pasaba sobre ella; como si el astro les avisara de que las cosas habían cambiado y de que había mucho por hacer.
Pronto la ciudad parecía otra. Los calores del verano tostaron el asfalto y los hielos del invierno terminaron de reventarlo. A la siguiente primavera los tréboles alfombraron por millones el campo improvisado y después de su muerte surgieron la hierba y los arbustos, los primeros árboles.
Pasaron años pero para la Tierra sin hombres aquello eran sólo días: las trepadoras volvieron verde hasta el último edificio, el bosque nació en plazas y avenidas. Empezaron a llegar allí los rebaños prudentes de ciervos y de gamos, los corzos triscaban entre los coches muertos como piedras. Los lobos siguieron a los rumiantes y también se unieron a la comunidad los osos pardos, que descendían por fin de la montaña a la que habían sido relegados. Tigres y leones escapados de los zoológicos se hicieron los reyes del lugar.
Finalmente llegaron las bandadas de aves. Los buitres hicieron sus nidos en los ventanales sombríos de los rascacielos, águilas y halcones coronaron las azoteas. Los pelícanos bebían en las fuentes - estancadas - de los parques donde chapoteaban las ranas. Millares de gaviotas, grullas, garzas y vencejos estrellaban el cielo, ahora limpio y transparente, y convertían cada atardecer en una algarabía que resonaba más allá de la llanura.
En los meses de buen tiempo la ciudad estallaba de flores rojas, verdes, violetas y turquesas; cuando hacía más calor la arboleda era un telar de naranjas, ocres y amarillos. En otoño las hojas grises de los árboles envolvían la ciudad como nieve y recorrían las calles susurrando.
Cuando hacía más frío el lugar quedaba preso de un silencio profundo y una serenidad desconocida que no era rota por ningún ruido de los que en otro tiempo fueron corrientes.
Os juro que, si los hombres justos y buenos hubiesen vivido para verlo se habrían complacido, felices de ver cómo eran las cosas y cómo serían de ahora en adelante.
Wuuuaauuuu, esta vez me has recordado a ..."El jardin magico de Stanley" y hace años que no la veo xD
ResponderEliminarLeerte es como pasear por entrañables cintas de película... ¡Me encanta!
Pues mira, ésa no la he visto... me la apunto. ¡Me alegro que te guste! ;)
ResponderEliminarHay un poema de Benedetti que dice:
ResponderEliminarVas a parir felicidad
yo te lo anuncio tierra virgen
...
vas a parir felicidad
y no habrá almas disponibles
vas a parir felicidad
como una bendición horrible
y nadie habrá de recogerla
en un futuro que no existe.
Ah, y me olvidaba (casi un detalle): maravilloso tu relato. Maravilloso y terrible.
ResponderEliminarMe alegro que te guste, y gran poema el que compartes.
ResponderEliminar¿Y falta mucho para que esto pase? Sinceramente, me encantaría... Aún a costa de desaparecer yo... XD Besos!!!
ResponderEliminarA mí también me gustaría mucho, creo que todos saldríamos ganando. Nosotros porque, al no existir, dejaríamos de sufrir; y el resto de seres vivos porque podrían vivir en paz en la Tierra.
ResponderEliminarBesos.