La Mesta. La diminuta aldea de sus padres. Él nunca había vivido allí, ni siquiera cerca. Pero era el lugar al que volvían todos los veranos. Con los abuelos, típico.
Pasaron muchos años y él hizo su propia familia. Se convirtió en el padre. Tenía dos chicos. Y le hacía ilusión que conociesen La Mesta. A su abuela. Porque, desde la muerte del abuelo, la mujer se había negado a bajar de allí.
Un balcón en lo alto de la montaña. Diez kilómetros acantilado arriba desde el pueblo más cercano. Pueblo que también era un lugar diminuto. Y en La Mesta no más de cincuenta habitantes, todos mayores de ochenta. Por eso él no había vuelto en tanto tiempo. Los jóvenes, los que conocía de su edad, se habían ido marchando. Lógico, allí no había nada. Sólo árboles y piedras.
Recorrió la antiquísima carretera. Un camino lo suficientemente estrecho para que no cupiesen dos coches. Cruzarse con otro, aparte de casi imposible, era peligroso. Al otro lado se hundía un abismo lleno de pinos y peñascos. El paisaje era formidable, y a los niños les encantó.
Por eso decidieron volver todos los veranos. A los críos les gustaba. Era el único rincón salvaje en que podían ser las bestias que los niños eran, en otro tiempo. Y también porque una vez, en el bosque, vieron un cervatillo. A la bisabuela le hacían feliz, casi viva en medio de la casa viejísima y helada - siempre helada, en verano y en invierno -.
En la aldea todo el mundo se dedicaba al campo, o casi todos. Había uno que había tenido un bar. Ya no lo tenía, porque eran demasiado pocos y viejos, pero guardaba algunas reservas de café y bebidas para abrirlo en ciertas ocasiones, para los amigos. Y los amigos eran el puñado de vecinos del pueblo. Lo serían hasta que La Mesta desapareciese con ellos.
Había otro tipo que tenía un taller. También lo abría sólo de vez en cuando, cada mes quizá, para hacer un apaño o dos que necesitase el tractor de algún paisano. También tenía algunos botes de pintura, pintura verde para estos vehículos.
A veces todo es cruel. Tan cruel que te obliga a creer que el destino existe. Que nada es casualidad.
Los niños eran mayores, ya eran tres. Y uno de ellos muy pequeño, lo suficientemente pequeño para beber tres litros de aquella tóxica pintura de plomo. No habría ocurrido si el taller no hubiese estado abierto de par en par, y vacío, sin ningún adulto que vigilase. Pero en La Mesta todo estaba siempre abierto, y nadie vigilaba, porque estaba lo bastante lejos de todo para ser un lugar seguro. Aunque a veces, como entonces, fuese justo lo contrario.
Lo encontraron vomitando entre los árboles, sus hermanos. Corrieron a avisar a sus padres. Pero todo es cruel, demasiado cruel para negar que hay un destino.
Qué mala suerte que ayer el coche se hubiese quedado sin batería. Y que, por ser sábado, hubiesen decidido esperar al lunes para llamar al taller. Qué infortunio que hoy, domingo, las tres o cuatro furgonetas del pueblo estuviesen fuera. Los hombres del campo siempre vigilaban sus tierras, sin importar el día.
- ¡Llama a una ambulancia! - gritó la madre.
Tardaron veinte minutos. Casi todo el tiempo la vieja carretera destartalada, montaña arriba. Luego les tocaba el mismo recorrido hacia abajo y noventa kilómetros hasta el hospital más cercano.
- Sólo puede venir un acompañante. - dijeron. Eran dos: un médico y el conductor.
La madre estaba demasiado histérica, así que fue el padre. Otra cosa hubiera sido problemática, y estuvieron de acuerdo.
- Se va a poner bien, no se preocupe. - decía el médico, en la ambulancia, mientras le metía al niño toda clase de sustancias y de cables para que resistiera.
De repente:
- ¡Mierda! - y un bum monstruoso. Se quedaron quietos.
El médico se asomó a la cabina.
- ¿Qué coño ha pasado? ¡Sácalo, Diego, joder!
El chófer pisaba a fondo el acelerador, y la ambulancia hacía esfuerzos por salir marcha atrás. Pero perdía fuerza por momentos.
Todos se bajaron del coche, incluido el padre. Por fin vieron lo que ocurría: se habían salido en una de las curvas más amplias del recorrido. Una fila de piedras afiladas les había salvado de caer al abismo. Pero las mismas rocas habían rasgado todo un lateral de la carrocería. Y pudieron comprobar, entre los jirones de acero, cómo el preciado combustible se derramaba en una herida abierta.
- Ha reventado el depósito. - dijo el chófer.
- Mierda, mierda, mierda... - el médico.
- ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? - preguntaba el padre, demasiado nervioso para enfadarse, con el niño en sus brazos.
- ¿Tiene usted el móvil de alguien que tenga coche en el pueblo o en la aldea? - preguntó el médico.
- Sí, en la aldea, pero están todos en el campo...
- ¡Da igual, llámelos también! Y antes... ¿no hay nadie en el pueblo que no haya salido?
- Sí, hay varios que tienen tractores...
- Un tractor, joder... tardará horas. - el médico se volvió hacia su compañero. - Hay que llamar al helicóptero. - luego volvió al padre - Usted, llame a quien pueda.
Es lo que hicieron.
- ¿Tardarán mucho? - preguntó el padre.
- Han dicho que unos cuarenta minutos. Usted tranquilo.
- Y... ¿no pasa nada por esperarlos aquí? ¿Podrán aterrizar?
- Aquí no pueden aterrizar, pero no pasa nada, lo subirán con una camilla. No se preocupe.
Siguieron esperando, y el niño se ponía peor por momentos. Las medicinas de la ambulancia no parecían suficientes. El padre lo agarró y lo empezó a sujetar, apretándolo fuerte contra su pecho, y llorando. Mientras sorbía el médico le puso las manos en los hombros y le mostró una sonrisa de verdadera paz:
- Tranquilo... Todo saldrá bien. Todo irá bien.
Todo irá bien. Pero a veces no puede decirse eso, cuando el tiempo corre demasiado rápido. Porque el tiempo es invencible incluso para un helicóptero. Porque parece que puede cortar el viento con sus aspas de acero, pero los minutos siguen resbalando.
A veces todo es cruel. Todo irá bien, ¿no? No se puede decir eso cuando gana la muerte, como siempre vence. Porque la muerte es incansable y el tiempo es su aliado.
Entonces llega por fin el helicóptero, y también los coches que vienen del campo acudiendo a la llamada. Vienen todos, para contemplar en silencio cómo se eleva al cielo, sin moverse, el cuerpo sin vida de un niño.
Pasaron muchos años y él hizo su propia familia. Se convirtió en el padre. Tenía dos chicos. Y le hacía ilusión que conociesen La Mesta. A su abuela. Porque, desde la muerte del abuelo, la mujer se había negado a bajar de allí.
Un balcón en lo alto de la montaña. Diez kilómetros acantilado arriba desde el pueblo más cercano. Pueblo que también era un lugar diminuto. Y en La Mesta no más de cincuenta habitantes, todos mayores de ochenta. Por eso él no había vuelto en tanto tiempo. Los jóvenes, los que conocía de su edad, se habían ido marchando. Lógico, allí no había nada. Sólo árboles y piedras.
Recorrió la antiquísima carretera. Un camino lo suficientemente estrecho para que no cupiesen dos coches. Cruzarse con otro, aparte de casi imposible, era peligroso. Al otro lado se hundía un abismo lleno de pinos y peñascos. El paisaje era formidable, y a los niños les encantó.
Por eso decidieron volver todos los veranos. A los críos les gustaba. Era el único rincón salvaje en que podían ser las bestias que los niños eran, en otro tiempo. Y también porque una vez, en el bosque, vieron un cervatillo. A la bisabuela le hacían feliz, casi viva en medio de la casa viejísima y helada - siempre helada, en verano y en invierno -.
En la aldea todo el mundo se dedicaba al campo, o casi todos. Había uno que había tenido un bar. Ya no lo tenía, porque eran demasiado pocos y viejos, pero guardaba algunas reservas de café y bebidas para abrirlo en ciertas ocasiones, para los amigos. Y los amigos eran el puñado de vecinos del pueblo. Lo serían hasta que La Mesta desapareciese con ellos.
Había otro tipo que tenía un taller. También lo abría sólo de vez en cuando, cada mes quizá, para hacer un apaño o dos que necesitase el tractor de algún paisano. También tenía algunos botes de pintura, pintura verde para estos vehículos.
A veces todo es cruel. Tan cruel que te obliga a creer que el destino existe. Que nada es casualidad.
Los niños eran mayores, ya eran tres. Y uno de ellos muy pequeño, lo suficientemente pequeño para beber tres litros de aquella tóxica pintura de plomo. No habría ocurrido si el taller no hubiese estado abierto de par en par, y vacío, sin ningún adulto que vigilase. Pero en La Mesta todo estaba siempre abierto, y nadie vigilaba, porque estaba lo bastante lejos de todo para ser un lugar seguro. Aunque a veces, como entonces, fuese justo lo contrario.
Lo encontraron vomitando entre los árboles, sus hermanos. Corrieron a avisar a sus padres. Pero todo es cruel, demasiado cruel para negar que hay un destino.
Qué mala suerte que ayer el coche se hubiese quedado sin batería. Y que, por ser sábado, hubiesen decidido esperar al lunes para llamar al taller. Qué infortunio que hoy, domingo, las tres o cuatro furgonetas del pueblo estuviesen fuera. Los hombres del campo siempre vigilaban sus tierras, sin importar el día.
- ¡Llama a una ambulancia! - gritó la madre.
Tardaron veinte minutos. Casi todo el tiempo la vieja carretera destartalada, montaña arriba. Luego les tocaba el mismo recorrido hacia abajo y noventa kilómetros hasta el hospital más cercano.
- Sólo puede venir un acompañante. - dijeron. Eran dos: un médico y el conductor.
La madre estaba demasiado histérica, así que fue el padre. Otra cosa hubiera sido problemática, y estuvieron de acuerdo.
- Se va a poner bien, no se preocupe. - decía el médico, en la ambulancia, mientras le metía al niño toda clase de sustancias y de cables para que resistiera.
De repente:
- ¡Mierda! - y un bum monstruoso. Se quedaron quietos.
El médico se asomó a la cabina.
- ¿Qué coño ha pasado? ¡Sácalo, Diego, joder!
El chófer pisaba a fondo el acelerador, y la ambulancia hacía esfuerzos por salir marcha atrás. Pero perdía fuerza por momentos.
Todos se bajaron del coche, incluido el padre. Por fin vieron lo que ocurría: se habían salido en una de las curvas más amplias del recorrido. Una fila de piedras afiladas les había salvado de caer al abismo. Pero las mismas rocas habían rasgado todo un lateral de la carrocería. Y pudieron comprobar, entre los jirones de acero, cómo el preciado combustible se derramaba en una herida abierta.
- Ha reventado el depósito. - dijo el chófer.
- Mierda, mierda, mierda... - el médico.
- ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? - preguntaba el padre, demasiado nervioso para enfadarse, con el niño en sus brazos.
- ¿Tiene usted el móvil de alguien que tenga coche en el pueblo o en la aldea? - preguntó el médico.
- Sí, en la aldea, pero están todos en el campo...
- ¡Da igual, llámelos también! Y antes... ¿no hay nadie en el pueblo que no haya salido?
- Sí, hay varios que tienen tractores...
- Un tractor, joder... tardará horas. - el médico se volvió hacia su compañero. - Hay que llamar al helicóptero. - luego volvió al padre - Usted, llame a quien pueda.
Es lo que hicieron.
- ¿Tardarán mucho? - preguntó el padre.
- Han dicho que unos cuarenta minutos. Usted tranquilo.
- Y... ¿no pasa nada por esperarlos aquí? ¿Podrán aterrizar?
- Aquí no pueden aterrizar, pero no pasa nada, lo subirán con una camilla. No se preocupe.
Siguieron esperando, y el niño se ponía peor por momentos. Las medicinas de la ambulancia no parecían suficientes. El padre lo agarró y lo empezó a sujetar, apretándolo fuerte contra su pecho, y llorando. Mientras sorbía el médico le puso las manos en los hombros y le mostró una sonrisa de verdadera paz:
- Tranquilo... Todo saldrá bien. Todo irá bien.
Todo irá bien. Pero a veces no puede decirse eso, cuando el tiempo corre demasiado rápido. Porque el tiempo es invencible incluso para un helicóptero. Porque parece que puede cortar el viento con sus aspas de acero, pero los minutos siguen resbalando.
A veces todo es cruel. Todo irá bien, ¿no? No se puede decir eso cuando gana la muerte, como siempre vence. Porque la muerte es incansable y el tiempo es su aliado.
Entonces llega por fin el helicóptero, y también los coches que vienen del campo acudiendo a la llamada. Vienen todos, para contemplar en silencio cómo se eleva al cielo, sin moverse, el cuerpo sin vida de un niño.
6MIL millones de personas en el mundo , y a veces pensamos que todo esta en nuestra contra.Yo creo que hay un destino en el que en ocasiones tenemos la posibilidad de escoger , pero hay veces que solo puedes reaccionar a lo que ocurra(siempre que no sea tu muerte).
ResponderEliminarBuff que mal rollo el cuento pero que bien escrito.
Ya te digo si llega... Muy bueno... Y triste... Y descorazonador... Pero bueno... Besitos!!!
ResponderEliminarMe alegro que te guste.
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