Era un día como cualquier otro al norte de Venezuela. El clima templado descargaba un aire cálido y sereno que recorría la llanura y luego ascendía con ligereza las estribaciones de los Andes. Apenas había oleaje en playas y lagos y nadie podía percibir en aquella brisa el sufrimiento, la pesadilla que ardía debajo de las montañas.
El grupo de mineros había estado trabajando durante toda la temporada en la extracción de minerales para la producción de aluminio; laborando con normalidad hasta que una detonación mal calculada deshizo las galerías y convirtió el refugio en una tumba perfecta. Bloques de piedra de varias toneladas sellaban cualquier posible escape; y aunque habían logrado contactar con el exterior los supervivientes, y pese a que ya todo el país y en general el mundo entero conocía la tragedia por prensa y televisión, poco faltaba para que el Gobierno admitiese la imposibilidad del rescate. El terreno era impracticable y las murallas de roca de las montañas demasiado férreas para que las máquinas pudiesen acceder a tiempo: inviable económica, humana y materialemente.
A unos novecientos metros de profundidad, pringados en polvo y hollín y alumbrados sólo con luz eléctrica. Para los mineros eran ya veinte días de angustia y el alimento se había terminado hacía unos dos. Se suponía que el refugio debía servirles durante meses pero las muchas corrupciones administrativas habían dejado la seguridad de la mina en condiciones lamentables. Las medicinas también escaseaban y los heridos o enfermos empezaban a agonizar.
Se volvían locos, discutían y abandonaron las oraciones para renegar de Dios; pero fue al tercer día cuando se produjo la riña más grande entre quienes abogaban por resistir y los que deseaban poner fin a su tormento en un suicidio colectivo. El conflicto llegó a las manos hasta que, presos del pánico generalizado, los obreros terminaron por ponerse de acuerdo en la más siniestra de las opciones.
Todos conocían bien el terreno y uno de los oficiales, que era ingeniero, sabía que encima de la mina estaba el lago; la erosión provocada por los ríos que bajaban de la cima había horadado la montaña y creado una caldera donde descargaban las lluvias. Justo encima de sus cabezas. Con los planos de la mina y el terreno logró señalar el punto exacto sobre el cual debía haber sin duda acuíferos a donde había desaguado durante siglos el fondo de la laguna. Lograron acceder entre los peñascos a través de las galerías que aún eran practicables y fijaron en el techo varios explosivos.
Luego, bebiendo lo que en unas latas quedaba de alcohol, cantando, riendo y ofendiendo al Poderoso con insultos y reproches fueron regados por la descarga de piedra y yesos que siguió a la explosión. Ensordecedora, toda la estructura de la tierra tembló y se estremecieron los cimientos de la mina. Pero apenas una grieta dejaba, al disiparse el polvo, gotear un chorrillo insignificante de agua helada y pura.
En un repente inesperado aquella diminuta fisura se abrió y dejó al descubierto un agujero por el que cabría un cuerpo humano; por ahí empezó a salir de la montaña un chorro de agua a presión que después, al desplegarse, caía sobre ellos como una fina lluvia. Entonces comenzaron a abrazarse y a reír con más fuerza e incluso se desnudaron para empaparse de aquella agua helada y salvadora que había de terminar con su encierro para siempre. De forma definitiva.
Pero luego, sin previo aviso, uno de ellos empezó a palparse el pecho y enseñando a los demás unas manos negras preguntó:
- ¿Qué carajo es esto?
Los demás se miraron unos a otros y se vieron igualmente untados de aquella porquería negra y luego alzaron su vista al techo, donde el agua ya no salía transparente y pura sino negra como la misma muerte:
- ¡No joda! - gritó el ingeniero - ¡Los prospectores tenían razón, la tenían!
Y el agujero se hacía más grande y cada vez les golpeaba aquel aceite pedregoso con más fuerza y más violencia. Y todo apestaba y se volvía pegajoso.
- ¡Petróleo! - gritaron - ¡Había una bolsa de petróleo dentro de la laguna!
Empezaron a reír como verdaderos locos.
- ¡Lo hemos encontrado! - exclamó el ingeniero - ¡Los científicos tenían razón!
Se abrazaron, cantaron y celebraron, gritando, su alegría. Se bañaron en aquel petróleo que les llegaba ya por las rodillas, se revolcaron en él y se lo untaron encendidos de euforia. Saltaban y alzaban los brazos sin parar de gritar:
- ¡Ricos, ricos, somos ricos!
Estaban ya tirados por el suelo cuando la presión súbitamente rompió el techo de la mina. Toneladas de roca, petróleo y agua les sepultaron. Y en medio del estruendo pareció que aún se les oía reír y gritar:
- ¡Ricos, somos ricos!
El grupo de mineros había estado trabajando durante toda la temporada en la extracción de minerales para la producción de aluminio; laborando con normalidad hasta que una detonación mal calculada deshizo las galerías y convirtió el refugio en una tumba perfecta. Bloques de piedra de varias toneladas sellaban cualquier posible escape; y aunque habían logrado contactar con el exterior los supervivientes, y pese a que ya todo el país y en general el mundo entero conocía la tragedia por prensa y televisión, poco faltaba para que el Gobierno admitiese la imposibilidad del rescate. El terreno era impracticable y las murallas de roca de las montañas demasiado férreas para que las máquinas pudiesen acceder a tiempo: inviable económica, humana y materialemente.
A unos novecientos metros de profundidad, pringados en polvo y hollín y alumbrados sólo con luz eléctrica. Para los mineros eran ya veinte días de angustia y el alimento se había terminado hacía unos dos. Se suponía que el refugio debía servirles durante meses pero las muchas corrupciones administrativas habían dejado la seguridad de la mina en condiciones lamentables. Las medicinas también escaseaban y los heridos o enfermos empezaban a agonizar.
Se volvían locos, discutían y abandonaron las oraciones para renegar de Dios; pero fue al tercer día cuando se produjo la riña más grande entre quienes abogaban por resistir y los que deseaban poner fin a su tormento en un suicidio colectivo. El conflicto llegó a las manos hasta que, presos del pánico generalizado, los obreros terminaron por ponerse de acuerdo en la más siniestra de las opciones.
Todos conocían bien el terreno y uno de los oficiales, que era ingeniero, sabía que encima de la mina estaba el lago; la erosión provocada por los ríos que bajaban de la cima había horadado la montaña y creado una caldera donde descargaban las lluvias. Justo encima de sus cabezas. Con los planos de la mina y el terreno logró señalar el punto exacto sobre el cual debía haber sin duda acuíferos a donde había desaguado durante siglos el fondo de la laguna. Lograron acceder entre los peñascos a través de las galerías que aún eran practicables y fijaron en el techo varios explosivos.
Luego, bebiendo lo que en unas latas quedaba de alcohol, cantando, riendo y ofendiendo al Poderoso con insultos y reproches fueron regados por la descarga de piedra y yesos que siguió a la explosión. Ensordecedora, toda la estructura de la tierra tembló y se estremecieron los cimientos de la mina. Pero apenas una grieta dejaba, al disiparse el polvo, gotear un chorrillo insignificante de agua helada y pura.
En un repente inesperado aquella diminuta fisura se abrió y dejó al descubierto un agujero por el que cabría un cuerpo humano; por ahí empezó a salir de la montaña un chorro de agua a presión que después, al desplegarse, caía sobre ellos como una fina lluvia. Entonces comenzaron a abrazarse y a reír con más fuerza e incluso se desnudaron para empaparse de aquella agua helada y salvadora que había de terminar con su encierro para siempre. De forma definitiva.
Pero luego, sin previo aviso, uno de ellos empezó a palparse el pecho y enseñando a los demás unas manos negras preguntó:
- ¿Qué carajo es esto?
Los demás se miraron unos a otros y se vieron igualmente untados de aquella porquería negra y luego alzaron su vista al techo, donde el agua ya no salía transparente y pura sino negra como la misma muerte:
- ¡No joda! - gritó el ingeniero - ¡Los prospectores tenían razón, la tenían!
Y el agujero se hacía más grande y cada vez les golpeaba aquel aceite pedregoso con más fuerza y más violencia. Y todo apestaba y se volvía pegajoso.
- ¡Petróleo! - gritaron - ¡Había una bolsa de petróleo dentro de la laguna!
Empezaron a reír como verdaderos locos.
- ¡Lo hemos encontrado! - exclamó el ingeniero - ¡Los científicos tenían razón!
Se abrazaron, cantaron y celebraron, gritando, su alegría. Se bañaron en aquel petróleo que les llegaba ya por las rodillas, se revolcaron en él y se lo untaron encendidos de euforia. Saltaban y alzaban los brazos sin parar de gritar:
- ¡Ricos, ricos, somos ricos!
Estaban ya tirados por el suelo cuando la presión súbitamente rompió el techo de la mina. Toneladas de roca, petróleo y agua les sepultaron. Y en medio del estruendo pareció que aún se les oía reír y gritar:
- ¡Ricos, somos ricos!
Macabro. Deliciosamente macabro ^^
ResponderEliminarSaludos.
Eso para que luego digan que la riqueza da la felicidad! Vaya mal fario.
ResponderEliminarBesos
Ofú...
ResponderEliminarSin palabras me has dejado... Vaya final más... ¿Irónico? XD Besos!!
Mala suerte, los pobres.
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