Eran los últimos días de los últimos tiempos. Al menos eso pensaba casi todo el mundo; por aquella época ya el cielo estaba siempre rojo. Y en los ocasos violeta, verde, amarillo. Nunca azul: y algunos decían que se reflejaba en él la sangre que empapaba la tierra.
A veces caía una lluvia pálida y lavaba los campos, arrastrando la putrefacción y la ceniza por las hondonadas hasta las charcas infectas que tomaban un color como de petróleo. Hacía tiempo que toda infraestructura estaba reventada; nadie se ocupaba ya de retirar y apilar los cadáveres.
Los soldados caminaban y por sus pasos crujían los pesados uniformes: ocres, tierras, grises para camuflarse con el polvo que había levantado la bomba al explotar. Largas y fatigosas caminatas con poca agua y mucho calor durante un tiempo, frío de repente o ventiscas inesperadas, granizos venenosos.
Al escuadrón de Ángel le tomó un tiempo ocupar la ciudad; lo que de la ciudad quedaba después de insistentes bombardeos. Una vez pasado el turno de los aviones asesinos hubieron de batirse con los guerrilleros y la plaza no cayó hasta que murió el último resistente entre los escombros. ¿Quién necesitaba tener ese puñado de cascotes? Él no lo sabía.
Sargento y capitán tuvieron un pequeño debate antes de decidir el siguiente paso:
- Esta zona es de la milicia. Nos han ganado todas las posiciones. Tenemos que replegarnos al norte, más allá del río, para empezar la contraofensiva. - dijo el superior - Propongo partir mañana por la mañana.
- Pero hay supervivientes, capitán - replicó Ángel -. No hay sitio para ellos en los camiones y no podemos llevarlos hasta allí a pie.
- ¿Y qué propone, sargento?
- Asegurar una posición segura para ellos en las cercanías y protegerlos hasta que empiece la contraofensiva.
El capitán no contestó, se retiró a su tienda a la espera de tomar una decisión por la mañana. Los soldados se agruparon en barracones improvisados: en los hospitales, colegios y edificios públicos reducidos a esqueletos y vacíos de vivos.
Era cierto que había supervivientes: un puñado de civiles refugiados en una escuela. La mayoría de ellos murieron durante la noche de tularemia, salmonela y tifus; ya estaban enfermos cuando los soldados llegaron. Un grupo de niños sanos y hambrientos llegó a la mañana; insuficientes para llenar una clase.
- Le seré sincero, sargento - dijo el capitán -. Proteger a esos niños me parece una estupidez y un suicidio. Usted no resistirá hasta que la contraofensiva llegue. Pero si encuentra algún voluntario le dejaré quedarse con ellos.
Y Ángel los encontró. Diez o quince hombres que prefirieron quedarse; unos pocos por su conciencia pero, la mayoría, porque esperaban poder desertar en cuanto perdieran de vista al ejército. Uno de ellos, un sureño, dijo iracundo durante la caminata:
- Es una pena lo de estos niños. No vamos a poder salvarles. Les haríamos un favor si les diéramos un tiro directamente...
El sargento se molestó.
- No vuelva a decir eso ni en broma, soldado.
Caminaban en busca de un refugio donde pasar los días hasta que regresase el ejército. Hallaron una vieja nave agrícola que había sobrevivido a los bombardeos; aunque tenía toda la fachada herida de balas, le habían aguantado el techo y las paredes, que conservaba enteras. No había nadie dentro. Al menos les sirvió de refugio, pues acto seguido comenzó a llover ceniza: llovía con furia, como si cada pellada fuera un disparo.
Cuando la tormenta de polvo pasó empezaron a recibir ráfagas: eran los milicianos que les habían seguido. Aunque lograron repeler el ataque varios soldados murieron, y otros simplemente agonizaban. Los niños, mientras tanto, esperaban dentro. Ángel tenía que tomar una decisión porque el sitio ya no era seguro:
- Nos han localizado, sargento. Volverán.
Sólo cuatro de sus hombres quedaban con él. Los otros yacían fuera, exangües. Entonces se puso a pensar. Fumar y pensar. Y pensó: recordó todo lo que había visto. Que en aquel tiempo de anarquía cualquier cosa era válida; también eran corrientes las violaciones de niños. Violaciones de todo tipo acompañadas de torturas y mutilaciones: incluso canibalismo en una tierra desangrada por largas hambrunas. Ángel no dejaba de pensar en el futuro de aquellos críos; el mundo que les venía incluso aunque superasen los bombardeos y las matanzas.
Por la noche, mientras cavilaba, el sargento asistió a un espectáculo en el cielo. Eran las bombas de racimo lanzadas por el ejército para reventar a la milicia en su retirada: subían muy alto como cohetes de feria y luego desaparecía la luz. Y volvía a aparecer mutliplicada por mil y el número de destellos era más y más, hasta que empezaban a escucharse silbidos y luego se sentían detonaciones en toda la llanura. Más tarde una nube de piedra y barro descargaba sobre sus cabezas y golpeaba en el tejado: sonaba como lluvia.
A la mañana siguiente Ángel dio una orden a sus soldados:
- Salid primero, reuníos con el ejército en el norte. Yo pediré refuerzos por aquí y me incorporaré más tarde.
Los demás abandonaron la nave, empezaron a caminar bajo el cielo verde. Entonces Ángel se quedó allí fumando junto a los niños refugiados. Le pesaban las balas en la cartuchera, y en la bandolera aún llevaba más baterías - cajitas negras, cuadradas y pequeñas como paquetes de tabaco -. El sargento miró a los niños y se acordó de sí mismo y pensó en su propia familia. Todos ellos eran grises: untados por completo en la ceniza tóxica. Inertes: no lloraban, no hablaban, no se movían. Pero le miraban quedos.
Pasó una hora y Ángel salió de allí solo, sin fumar, sin sentir ya aquel peso en la cartuchera. Ligera el alma y la mochila dejó atrás la nave refugio. Empezó a andar, sin detenerse, en dirección al norte.
A veces caía una lluvia pálida y lavaba los campos, arrastrando la putrefacción y la ceniza por las hondonadas hasta las charcas infectas que tomaban un color como de petróleo. Hacía tiempo que toda infraestructura estaba reventada; nadie se ocupaba ya de retirar y apilar los cadáveres.
Los soldados caminaban y por sus pasos crujían los pesados uniformes: ocres, tierras, grises para camuflarse con el polvo que había levantado la bomba al explotar. Largas y fatigosas caminatas con poca agua y mucho calor durante un tiempo, frío de repente o ventiscas inesperadas, granizos venenosos.
Al escuadrón de Ángel le tomó un tiempo ocupar la ciudad; lo que de la ciudad quedaba después de insistentes bombardeos. Una vez pasado el turno de los aviones asesinos hubieron de batirse con los guerrilleros y la plaza no cayó hasta que murió el último resistente entre los escombros. ¿Quién necesitaba tener ese puñado de cascotes? Él no lo sabía.
Sargento y capitán tuvieron un pequeño debate antes de decidir el siguiente paso:
- Esta zona es de la milicia. Nos han ganado todas las posiciones. Tenemos que replegarnos al norte, más allá del río, para empezar la contraofensiva. - dijo el superior - Propongo partir mañana por la mañana.
- Pero hay supervivientes, capitán - replicó Ángel -. No hay sitio para ellos en los camiones y no podemos llevarlos hasta allí a pie.
- ¿Y qué propone, sargento?
- Asegurar una posición segura para ellos en las cercanías y protegerlos hasta que empiece la contraofensiva.
El capitán no contestó, se retiró a su tienda a la espera de tomar una decisión por la mañana. Los soldados se agruparon en barracones improvisados: en los hospitales, colegios y edificios públicos reducidos a esqueletos y vacíos de vivos.
Era cierto que había supervivientes: un puñado de civiles refugiados en una escuela. La mayoría de ellos murieron durante la noche de tularemia, salmonela y tifus; ya estaban enfermos cuando los soldados llegaron. Un grupo de niños sanos y hambrientos llegó a la mañana; insuficientes para llenar una clase.
- Le seré sincero, sargento - dijo el capitán -. Proteger a esos niños me parece una estupidez y un suicidio. Usted no resistirá hasta que la contraofensiva llegue. Pero si encuentra algún voluntario le dejaré quedarse con ellos.
Y Ángel los encontró. Diez o quince hombres que prefirieron quedarse; unos pocos por su conciencia pero, la mayoría, porque esperaban poder desertar en cuanto perdieran de vista al ejército. Uno de ellos, un sureño, dijo iracundo durante la caminata:
- Es una pena lo de estos niños. No vamos a poder salvarles. Les haríamos un favor si les diéramos un tiro directamente...
El sargento se molestó.
- No vuelva a decir eso ni en broma, soldado.
Caminaban en busca de un refugio donde pasar los días hasta que regresase el ejército. Hallaron una vieja nave agrícola que había sobrevivido a los bombardeos; aunque tenía toda la fachada herida de balas, le habían aguantado el techo y las paredes, que conservaba enteras. No había nadie dentro. Al menos les sirvió de refugio, pues acto seguido comenzó a llover ceniza: llovía con furia, como si cada pellada fuera un disparo.
Cuando la tormenta de polvo pasó empezaron a recibir ráfagas: eran los milicianos que les habían seguido. Aunque lograron repeler el ataque varios soldados murieron, y otros simplemente agonizaban. Los niños, mientras tanto, esperaban dentro. Ángel tenía que tomar una decisión porque el sitio ya no era seguro:
- Nos han localizado, sargento. Volverán.
Sólo cuatro de sus hombres quedaban con él. Los otros yacían fuera, exangües. Entonces se puso a pensar. Fumar y pensar. Y pensó: recordó todo lo que había visto. Que en aquel tiempo de anarquía cualquier cosa era válida; también eran corrientes las violaciones de niños. Violaciones de todo tipo acompañadas de torturas y mutilaciones: incluso canibalismo en una tierra desangrada por largas hambrunas. Ángel no dejaba de pensar en el futuro de aquellos críos; el mundo que les venía incluso aunque superasen los bombardeos y las matanzas.
Por la noche, mientras cavilaba, el sargento asistió a un espectáculo en el cielo. Eran las bombas de racimo lanzadas por el ejército para reventar a la milicia en su retirada: subían muy alto como cohetes de feria y luego desaparecía la luz. Y volvía a aparecer mutliplicada por mil y el número de destellos era más y más, hasta que empezaban a escucharse silbidos y luego se sentían detonaciones en toda la llanura. Más tarde una nube de piedra y barro descargaba sobre sus cabezas y golpeaba en el tejado: sonaba como lluvia.
A la mañana siguiente Ángel dio una orden a sus soldados:
- Salid primero, reuníos con el ejército en el norte. Yo pediré refuerzos por aquí y me incorporaré más tarde.
Los demás abandonaron la nave, empezaron a caminar bajo el cielo verde. Entonces Ángel se quedó allí fumando junto a los niños refugiados. Le pesaban las balas en la cartuchera, y en la bandolera aún llevaba más baterías - cajitas negras, cuadradas y pequeñas como paquetes de tabaco -. El sargento miró a los niños y se acordó de sí mismo y pensó en su propia familia. Todos ellos eran grises: untados por completo en la ceniza tóxica. Inertes: no lloraban, no hablaban, no se movían. Pero le miraban quedos.
Pasó una hora y Ángel salió de allí solo, sin fumar, sin sentir ya aquel peso en la cartuchera. Ligera el alma y la mochila dejó atrás la nave refugio. Empezó a andar, sin detenerse, en dirección al norte.
Es cierto, según las características es un cuento. Y también es cierto que hay cuentos horribles.
ResponderEliminarNo me confundas. Me gusta tu forma de escribir, me gusta la manera que tienes de transmitirlo... pero hace dos días una Cuentacuentos me hizo sonreir como una niña y tú has conseguido el efecto contrario. Esa es la magia de la literatura.
Me gusta mucho, tienes una manera de escribir genial. Aunque yo lo llamaría antes relato que cuento, por si las moscas.
ResponderEliminarSigue así.
Saludos ^^
Ofú... Qué descorazonador... Besos!
ResponderEliminar