8.11.07

[historia estúpida]

¿Saben qué? Voy a contarles una historia estúpida. Había una vez una mujer que se llamaba Silvia. Su familia vivía en un pequeño pueblo toledano. Su padre era albañil y su madre ama de casa, y tenía un hermano y dos hermanas. Su infancia fue normal, nada especial para contar. La pasó yendo al colegio y jugando con sus amigas a las muñecas, a la comba y a las palmas. La relación que tenía con sus padres, personas afables y honradas, era también bastante corriente. A Silvia le encantaban los animales y, de mayor, quería ser veterinaria.
Luego llegó la adolescencia. Comenzó a ir al Instituto. Aunque le resultaba más difícil, Silvia aprobaba sin problemas y seguía pensando en estudiar veterinaria. También comenzó a salir. Durante los primeros años sólo iba a dar una vuelta por los recreativos o el parque con sus amigas más antiguas. Después se hizo aún más mayor: dieciséis años, diecisiete… Fue acostumbrándose a salir de noche, iba a las discotecas, a los bares, conocía muchísima gente. También muchos chicos; Silvia tuvo entonces sus primeras relaciones sexuales. Cuando concluyó el Bachillerato, la joven tenía una relación bastante formal con un chico llamado Ramón.
Terminado el Bachillerato, llegó el temido día de la Selectividad. Silvia la hizo y aprobó sin demasiados agobios, pero una vez superada se le plantearon muchas dudas. Siempre le habían gustado los animales y la idea de cuidarlos como veterinaria, pero llegado el momento, sentía pereza. Tenía un grupo estable de amigos y amigas con los que habitualmente salía a tomar una copa o un café… Además, tenía que contar con su relación amorosa. Marcharse a Toledo o Madrid para estudiar le supondría mucho tiempo fuera, sin ver a sus colegas y a su novio, aparte de su familia. Finalmente, Silvia se decidió a hacer un ciclo formativo de grado superior para auxiliar de enfermería en Talavera de la Reina. Esto le permitiría ir y venir de su lugar de estudio diariamente, en autobús, y por la tarde podría ver a su pareja y amigos. Sería más aburrido pero, sin duda, mucho más práctico. Sé que ahora no suena muy estúpido, pero lo es.
Poco después las cosas cambiaron. La relación con Ramón se fue volviendo más y más agria. Ella lo achacaba primero a sus propios defectos; continuamente veía en sí misma fallos horribles, fallos de aspecto – kilos de más en las caderas – o de personalidad, comportamiento… Esto la hizo amargarse mucho y se volvió huraña con el tiempo. Después empezó a relacionar sus problemas de pareja con el simple y llano aburrimiento, la rutina, la fatiga emocional… Dejó de salir con sus amigos, al menos habitualmente, ya que siempre celebraba con ellos determinadas ocasiones como cumpleaños, Nocheviejas, fiestas patronales… Más tarde también bodas, aunque a Ramón no le gustaba que fuera a aquellas a las que él no estaba invitado, y nunca, bajo ningún concepto, permitía que celebrase con sus amigas despedidas de soltera.
A los veintiún años, Silvia obtuvo el título de Diplomada en Auxiliar de Enfermería. Fue una gran alegría para ella y su familia, además de para Ramón y aquellos amigos con los que aún mantenía trato. Hubo una gran cena para celebrarlo y también un encuentro nocturno e íntimo con su novio, tras el cual hicieron apasionadamente el amor como no lo habían hecho desde los dieciocho. Más tarde, a la misma Silvia le pareció aquello algo estúpido, estúpido por celebrar semejante nimiedad como un gran triunfo, cuando en la vida, al final, sólo triunfaban el sufrimiento y la muerte; pero esto lo pensaría en los años siguientes. Después de la algazara por su titulación, la relación con su pareja volvió a agriarse, y esta vez aún más. Sin embargo, la muchacha ya no le dio importancia. Ramón achacaba su mal humor habitual al estrés por su trabajo como repartidor en la lonja municipal y, mientras tanto, las discusiones se volvían más ruidosas.
Uno o dos años después, Silvia ya estaba estabilizada en un puesto de auxiliar de enfermería en el Hospital Nuestra Señora del Prado, de Talavera de la Reina. Fue entonces cuando la pareja decidió fijar la fecha de su boda, que se celebraría doce meses más tarde. Tendría ella entonces unos veinticuatro años. Durante aquel tiempo todo fueron preparativos ilusionantes y agobiantes, muchas felicitaciones de familiares, amigas y amigos… Una gran emoción juntos, esperanza por el futuro común… Aunque también hastío, asco y muchos bostezos porque a Silvia no le parecía nada prometedor; sin embargo, ya se había acostumbrado, ¿qué iba a hacer? ¿Dejarlo ahora? ¿Empezar una vida nueva? No, ya era tarde, tenía veinticuatro años. Empezarlo todo otra vez le parecía cansado y estúpido. A otros les parecía estúpido casarse a una edad en la que le quedaba un mundo entero para comérselo; al menos si se casaba, como ella, con un hombre al que no amaba, o al que amaba más por hábito que por pasión animal, descerebrada y guarrona. ¿Qué opinan ustedes?
Por fin llegó el gran día. Silvia, como todas las novias del mundo, sufrió una gran depresión antes, durante y después de la boda. También como todas las novias del mundo, Silvia se comió su depresión y sus dudas con patatas fritas, y salió muy sonriente, arrebatadora y radiante en todas las fotos. Sintió deseos de huir, de llorar, de reír, de gritar, de matar o de matarse e incluso de follarse allí mismo a su novio, ¡o mejor aún! A ese amigo suyo tan tierno que durante años había estado por ella, pero al que había rechazado educadamente. Sí, las bodas son un cúmulo de sensaciones contradictorias para las novias.
Después se fueron a vivir juntos. Quizá haya intentado mantener la tensión narrativa y el suspense hasta este punto, no me he dado cuenta; pero el caso es que, si lo he intentado, fracasé: seguramente ya se habrán percatado ustedes de hacia dónde discurre esta historia. Efectivamente, la intimidad de la casa permitió que las discusiones se volvieran más violentas. De los simples reproches, Ramón pasó a las amenazas. Después, al primer tortazo. A partir de ahí fue el tópico típico: muchos llantos, no sé lo que me ocurrió, se me fue la mano, no volverá a ocurrir, nunca te haría daño, te quiero, si te vas me muero, eres todo para mí… En fin, ella se lo pensó mucho, lloró y tuvo miedo, se estremeció y se enterneció… Etcétera. ¿Qué creen que le contestó? En efecto, le perdonó. Le hizo jurar y perjurar que jamás se repetiría, eso sí. Pero le perdonó. ¿No es estúpido?
Más adelante hubo periodos intermitentes de paz y violencia. A veces el aire de la casa era calmado y azul, gris mejor dicho; siempre pesaba en el ambiente el recuerdo de aquel bofetón y el miedo a que se repitiera. Tal vez sólo tenía miedo ella, miedo por su propia cara. Tal vez también lo tenía él, convencido de que en algún punto de su vida perdió el control de sus manos, de su cabeza y de su cuerpo. Que ya no era Ramón, sino un monstruo enfermo y maligno que le había usurpado la existencia. Al menos esa era la excusa que se ponía a sí mismo cada vez que volvía a atizarla y también la que puso más adelante cuando se vio ante el juez.
Porque sí, llegó a los tribunales. El proceso, como siempre suele ocurrir, fue lento y tortuoso. A veces estaban bien, otras muchas mal, a veces sólo la gritaba, otras veces la inflaba a palos y otras hasta parecía que la quería. Ella pedía consejo a familiares y amigos; había quien le decía que esas cosas pasaban, que no le diera importancia. Otros le acusaban de exagerada y mentirosa. Tampoco faltaban quienes le aconsejaban rígidamente que huyera, que le abandonase para siempre y se marchase sin dejar rastro – dando por sentado que sería estúpido denunciarle, pues no lograría nada con ello –. Incluso se escuchaba a alguien aventurar entre dientes que Silvia algo habría hecho. Finalmente ella tomó la decisión, que algunos veían estúpida, de ir a la Guardia Civil. Cuando comprobó que no servía para nada, se dijo a sí misma que la estúpida no había sido ella, sino una Justicia que sin lugar a dudas estaba única y exclusivamente para servir de adorno – el edificio del juzgado era monumental y muy bonito –. Comenzó y concluyó una penosa sucesión de vistas orales, juicios y recursos…
A él le condenaron a dos años de cárcel de los que, gracias al buen comportamiento y a un par de cursillos, le quitaron aproximadamente la mitad. Después salió con la típica y estúpida orden de alejamiento – inservible, pensaba ella, a menos que se crease algún tipo de campo de fuerza, cosa que, desgraciadamente, sólo existe en la Ciencia Ficción –. Ramón no podía aproximarse a menos de doscientos metros de Silvia. Dicha orden expiraría el día que Ramón completase un curso de reintegración. Básicamente, le enseñarían que moler a palos a su mujer estaba mal… Lo aprendería bien, ¡vaya que sí! La Justicia es y será siempre implacable.
Sin embargo, el juez y todos los letrados no contaron con que, para que una orden de alejamiento se cumpla, hace falta que se den dos circunstancias, sin importar cuál de las dos: a) que entre Ramón y Silvia haya una buena panda de maderos dispuestos a zurrirle en caso de que viole dicha orden; b) que Ramón sea muy buenito, un auténtico ángel del niño Jesús, y la cumpla, ya que sus papis le enseñaron que desobedecer está feo. Como es natural, la circunstancia “a” no se dio; ¡maldita sea! Estamos hablando de una historia estúpida, ambientada en un mundo estúpido, protagonizada por gente estúpida y centrada en situaciones absurdas, ¿quién pretende que alguna parte de nuestra narración se base en una decisión, medida o solución lógica, razonable y sensata? Supongo que nadie. Y como aquí de sensatez nada, entre Ramón y Silvia sólo había aire, asfalto, calle en general. Y tampoco mucha – Ramón se afincó en un piso cercano a la antigua morada conyugal –. En fin… sobra decir que la circunstancia “b” tampoco se cumplió. Algunos pensarán, estúpidamente, que el hecho de masacrar a golpes a una mujer no está reñido con ser un auténtico ángel del niño Jesús. Pero sí, lo está. Y Ramón, efectivamente, violó la orden.
Sin embargo, Silvia tuvo suerte. Para acompañarla en aquellos momentos de angustia, después de liberado Ramón, y viéndose ella agobiada por el pánico a su regreso, se habían ido a dormir con ella dos amigas: Irene y Laura. Las dos tenían quizá más miedo que ella. Nunca se habían enfrentado a un hombre, y Ramón era además especialmente corpulento. Podía matarlas a las tres sin mancharse las manos – bueno, tal vez se manchase de sangre –. A ellas les parecía estúpido estar ahí teniendo en cuenta este detalle, o mejor dicho, les acojonaba estar allí teniendo en cuenta este detalle, pero querían a Silvia y, con tal de reducir su miedo, eran capaces de aumentar el suyo. Además, en el fondo confiaban en que Ramón no aparecería. Por eso les resultó más impactante y temible cuando entró por la puerta – aunque les parezca estúpido, nadie se había ocupado de quitarle a Ramón su llave –. Ocurrió. Pero no, no las mató.
Las dos, haciendo un alarde de arrojo y valor, se interpusieron entre verdugo y víctima a modo de muro. Ramón acometió varias veces, sin llegar a tocarlas, amenazando y bufando, pero finalmente retrocedió. Podía haberlas aplastado, pero quizá sintió miedo. No miedo de salir perdiendo. Miedo de espachurrar no ya a una, sino a tres mujeres indefensas. Ramón, a lo único a que tenía pavor, era a sí mismo. Por supuesto, la Justicia le tocaba un pie, al igual que la policía. En la cárcel había estado como un señor: ni un minuto de trabajo en todo el día, desayuno, comida y cena a mesa puesta, actividades deportivas… Después, había podido ir desde su casa hasta el domicilio de Silvia sin que nadie, absolutamente nadie, le tocase un pelo. En fin, que la Ley y su supuesto Imperio se la traían al pairo. Pero no los fantasmas de su cabeza. No el reconcome eterno de las noches silenciosas, el retumbar estruendoso de su cerebro retorcido. La vergüenza de haberle pegado, un hombretón como él, a una muchacha. El asco y el auto-odio. Y aquello, si en vez de una había tres, si había más de dos personas (incluido él mismo) para convertirse en testigos de su violencia vergonzosa, se volvería insoportable. Por eso se fue. ¿Conclusión? Si quería descuajaringarla a gusto, debía pillarla sola.
Y así llegamos al final de nuestra historia. Contaré por tanto aquello que, si se analiza bien, puede parecer lo más estúpido de todo. Tras el encontronazo con Ramón, Irene y Laura se marcharon, siendo sustituidas por la madre y la hermana de Silvia. Durante un mes, las dos la acompañaron. Durante un mes a Ramón no se le vio el pelo. Como todo estuviera tranquilo, finalmente las tres se sentaron a hablar. Decidieron madre y hermana que Silvia podía valerse ya por sí misma, que Ramón no volvería, que todo estaba tranquilo y que seguramente el tiparraco había emigrado huyendo de su propia vergüenza. Que debía empezar de nuevo, volver a vivir, sola y libre. No debía tener miedo. Así que se fueron. ¿No es muy, muy estúpido?
Aquella misma noche Ramón se la cargó. Le bastó ver que las dos mujeres abandonaban la calle en coche para acercarse, abrir con su llave, entrar y apalearla antes de acuchillarla varias veces. Después se duchó mientras esperaba la llegada de la policía. Ante el juez tuvo suerte: según su abogado, si hubiese troceado y metido su cuerpo en bolsas de basura, como había pensado hacer en principio, le habrían aumentado la pena por “ensañamiento”. Gracias a Dios sólo le había asestado veintinueve puñaladas. No hubo ensañamiento. Le cayeron cinco años por homicidio. El juez consideró que la cosa había sido resultado del sofocón del momento, de la discusión. La violación de la orden de alejamiento, en vista del buen comportamiento pasado y la actitud colaboradora de Ramón, se pasó por alto. En dos años estuvo fuera.
Silvia, por su parte, terminó encajonada en un nicho del cementerio de su pueblo. El último vistazo que echó al mundo fue a través de la pantalla del televisor. Su foto ocupó unos segundos en todos los noticiarios. Algunas personas la veían y se escandalizaban, furiosas. A otras se la sudaba: total, una más... Algunas mujeres se veían reflejadas y temblaban esperando el inevitable desenlace de su propia historia estúpida. Algunos hombres, estúpidos y violentos, se veían reflejados y se avergonzaban, temiendo el día en que se volvieran asesinos, sin darse cuenta de que lo eran ya. Tampoco faltaba el que, procurando que nadie le oyera, aventuraba que algo habría hecho. Después comenzaron a hablar de la Pasarela Cibeles y la gente se olvidó.

2 comentarios:

  1. Pues me parece no espantosa, sino increíblemente real, y me asusta sin duda...

    Un beso, gracias por pasarte por mi blog :)

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  2. Sí... La vida real siempre termina mal, por desgracia. Me alegro que te guste y te agradezco tu visita.

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Háblame.