28.11.11

El puto apocalipsis

Me despierto. Voy al baño. Me aseo en un lavabo tapizado de pelos, mugre y pasta dental seca. El espejo en que me miro muestra los restos de la humedad, ahora convertida en costras de cal. Tengo ganas de hacer de vientre, pero no me atrevo a utilizar el inodoro por la mancha negra que cubre todo el sumidero y el limo verde, de naturaleza desconocida, que crece viscoso en el resto. Me conformo con orinar.

Luego voy a la cocina, donde la luz lleva funcionando toda la noche. Parpadea constantemente y hace un ruido irritante, como el criar de un grillo; a ratos se apaga por completo y, renqueando, se vuelve a encender. Lo que alumbra es un panorama desolador: el suelo está pringoso y lleno de restregones de grasa. La misma que atasca el extractor de humos formando una espesa capa repleta de mosquitos que encontraron su final en ella; los lingotazos de aceite podrido caen como estalactitas, como si fueran a estrellarse a cámara lenta contra los fogones. Fogones oxidados y rodeados cada uno por un charco como líquido pero algo viscoso, granate. Un mejunje que algún día fue comida, supongo. La misma sustancia está salpicada aquí y allá en la encimera, las paredes, los cajones...

Voy al fregadero, repleto de cacharros sin fregar. Todos están sucios. Sobre una jarra de desayuno descansa una pequeña tacita de cristal; la tomo, la enjuago un poco. Lo único que parece funcionar es la máquina de café, cubierta por una moqueta blanca y gris de pelusa. La pongo en marcha. Temblando - como si fuera a explotar - deja caer un chorro de infusión en el recipiente. Esquivando arañones de polvo salgo al patio, donde empieza a amanecer.

No sé dónde está el azucarero, de modo que tomo el gran recipiente de plástico donde guardo todo el azúcar. Directamente de allí me pongo seis o siete cucharadas, con la misma cuchara con la que luego remuevo el café. Abro un paquete de tabaco; rompo el precinto y me guardo los trozos de plástico en el bolsillo. Después me fumo varios cigarrillos y me tomo la infusión como con prisa, porque el humo no logra hacerme olvidar mis otros vicios.

Regreso a la cocina. Enjuago un poco la taza y la dejo en el escurridor; cuando lo abro, un enjambre de mosquitillos sale lentamente de él. Como copos de nieve. Empiezan a revolotear por la cocina; siempre hay cientos de ellos, miles. No sé dónde se esconden ni de dónde salen, pero tampoco me importa. De vez en cuando tiro alguna bolsa de fruta porque está podrida de ellos, o me los encuentro en el pan. Simplemente tengo que confiar en que no estén allí cuando voy a comer algo.

Los bichos no son desconocidos para mí. Siempre hay muchos; sobre todo en el patio, pero también por el resto de la casa. Arañas descomunales que hacen sus nidos de seda en los anaqueles de las ventanas; grandes escarabajos de ojos furiosos, polillas, isópodos, tijeretas. Me levanto cada mañana cosido a picotazos, algunos muy dolorosos. Pero ya no les doy importancia porque estoy acostumbrado.

El panorama es desolador. Como si ellos también tuvieran su hora del café, los bichos empiezan a despertar. Fuera, la calle trae un jaleo como de caos en el que casi preferiría no pensar. En el salón, sobre el sofá, hace tiempo que se pudre un cadáver cubierto por mantas polvorientas. Podría ser que los mosquitos procedieran de él, pero no lo creo. La tele lo alumbra siempre con su tenebroso parpadeo.

Antes de comenzar mi día salgo al patio a fumar otro pitillo. Desde el piso de arriba llega la luz trémula de unas ventanas siniestras y el ruido de un chapoteo. Yo fumo y fumo. El humo me envuelve. Me siento bien. Me siento mal. El último rayo del amanecer mata a la noche; pareciera para siempre. Pero no lo es. Pronto volverá. Y yo pienso en cómo está todo, pero no puedo hacer nada. No puedo cambiarlo y tampoco me interesa; lo intenté y ahora no voy a preocuparme. Es el puto apocalipsis, ¿lo entiendes? El apocalipsis.

26.11.11

Una casa en Nueva Orleans

Procedía de una familia de funcionarios, pero su padre se había sucidado hacía mucho. Había vivido de eso más tiempo del que podía recordar. Ella era la típica adolescente rebelde; le gustaba poner de los nervios a los suyos y de vez en cuando solía volver muy tarde - demasiado - o incluso escaparse de casa. Creía que aquello la hacía popular ante sus amigas y que lo más increíble sería fugarse con alguien, de modo que solía tontear con esa idea. Hasta que se cruzó con él y resultó que realmente hablaba en serio cuando decía que se la llevaría lejos, muy lejos, para nunca volver.

Siempre había querido vivir aventuras y ver el mundo. Y quería empezar por Nueva Orleans. Simplemente porque había escuchado una canción hacía muchos años: Hay una casa en New Orleans que es donde nace el sol, y es allí donde yo mi vida destruí... Un tema olvidado de una banda olvidada que él había heredado de su propia casa, donde algunos vinilos daban vueltas sin que nadie les quitase el polvo. Ni siquiera sabía cómo habían llegado hasta allí.

Luego empezó a leer y todas esas cosas. Y a hacer planes y construir sueños; todo en su cabeza. Y ella con él. La pobre creyó que todo sería como en el resto de sus escapadas; un par de días de hacer el idiota, el regreso y el espectáculo en su casa - le encantaba ser protagonista - y después presumir ante sus amigas. Pero por una cosa o por otra le acabó gustando - o él le gustaba - pasaron los meses y luego los años y al final lo de "nunca volver" terminó por ser cierto.

Sobra decir que todos aquellos sueños de Nueva Orleans no se cumplieron nunca. Es una historia tan tópica que realmente no me apetece en absoluto contarla, pero no os será difícil imaginarla: malos trabajos, tumbos, deambular de un lado a otro, vueltas y vueltas y, por supuesto, drogas y alcohol. Y sexo, cómo no. Al principio era divertido, emocionante, bohemio.

Se echaban juntos en el sofá y hablaban de lo que harían después, de libros pero sobre todo de música, mucha música. Él solía poner aquella vieja canción cuando fumaba - y fumaba de todo y a todas horas - y le gustaba pensar en Nueva Orleans: Yo no supe nunca qué es el amor, sólo pena y dolor... Aquello le recordaba a sí mismo. Ella creía que a aquel grupo sólo lo escuchaba él. "En un tiempo fueron famosos", contestaba.

Después las cosas dejaron de ser tan divertidas, como habéis imaginado. Ya sabéis lo que ocurrió: hace falta dinero, no queda otra, y dando tumbos no se consiguen las cosas fácilmente. Así no se puede vivir. En fin, es una historia que ha aparecido en las películas tantas veces que me hace vomitar; de hecho es algo repugnante y no sé por qué os cuento esta basura.

El alcohol y las drogas se convirtieron en algo enfermizo. La última casa en la que vivieron estaba muy cerca del mar, junto a la desembocadura de un arroyo miserable. Por eso les resultó tan barata; en primera línea de playa pero a la vera de un arroyo ponzoñoso infestado de mosquitos. Por la noche oían críar a las chicharras y eso le gustaba. No era de mar, era de campo. Posiblemente fue lo único bonito de aquellos tiempos finales. Y solía escuchar como siempre su canción: Oh madre, di a tus hijos que no vivan como yo, una vida pobre y mísera...

Su hermano era lo único que le quedaba en este mundo. Aparte de ella. El padre había muerto y la madre, pobre mujer, era una enferma mental, una demente. Ella debía tener por ahí a su familia, a la que desde nunca veía; las drogas y el alcohol y la mala vida la habían consumido. ¿La reconocerían? ¿La echarían de menos? No lo sabía, pero empezó a preguntarse esas cosas. Él no se las planteaba, pero a menudo el hermano de él los visitaba y les pedía que abandonaran semejante existencia. La última vez por fin renunció, pero antes de marcharse se acercó a ella y dijo: "lárgate".

Posiblemente esta historia sea parte de algo más grande; sé que hay mucho más de lo que nos contaron en un principio. Pero ahora sólo puedo contar lo poco que he reseñado aquí y cómo terminó todo. Ella decidió marcharse. Tal vez se cansó de vivir entre mierda, de la filosofía, de las drogas o de la puta canción que no paraba de sonar. Pero fuera por lo que fuera él creyó que le abandonaba para largarse con otro y eso era más de lo que podía soportar; si en su asqueroso corazón había algo de amor era todo para ella y sintió como si le partieran el alma en mil pedazos. Lo cual no justificó el botellazo en la cabeza con que la mató; el cristal se astilló y aprovechó el casco roto para rajarse las venas.

La policía le encontró medio hundido en la ribera, con el agua del río encharcada de sangre y marejando contra su cuerpo. Fue triste, todo muy triste. Sobre todo por las cosas que no había hecho, por lo que había podido ser y no fue. Su hermano me dijo: "es curioso, nunca ha estado en Nueva Orleans, pero todo esto se parece mucho a aquellas historias que él leía, a las cosas que decía que pasaban allí", en aquella ciudad.

Me pregunto si fue todo como había querido.

17.11.11

Coches

Están sentados en un banco, frente a la carretera. Fuman tabaco. Poco. Pero en esos tiempos acabar una cajetilla parecía una tarea imposible. Son dos - y deberían estar en clase -.

Después de pasar un rato hablando de tonterías se quedan en silencio. Uno de ellos se pone a mirar la calzada, los coches. Dicen que la carretera termina en Cataluña; la otra punta del mundo.

¿Cuántos de estos coches irán allá o vendrán de lugares lejanos? Se ponen a pensar en el momento en que también se suban a alguno de ellos, como lanzarse a un barco en movimiento para seguir el curso de las aguas. ¿En qué parada del camino volverán a tierra firme? ¿Qué ciudades sorprendentes atraviesa la gran vía?

Al cabo de un rato apagan el último cigarrillo y deciden volver a clase. Cuando llegan al instituto ya olvidaron sus pensamientos; en el fondo saben que, de todas formas, nunca tomarán la carretera.

8.11.11

Diferencias

La diferencia radica en el tiempo que toma para llegar; algunos - por circunstancias de la vida - disfrutan algunos años más de la ilusión mentirosa de la infancia - a esto se llama felicidad -. Otros alcanzan antes lo que se conoce como madurez: desilusión, desencanto, desesperación. Pero nos espera a todos.

7.11.11

Kilómetro 16

Fue en el kilómetro dieciséis que equivoqué el camino. En la salida correspondiente a dicho punto kilométrico: no debí haberla tomado. Detuve el coche y me puse a desandar mis pasos: así di con el error. Reconstruyendo el camino de la forma más exhaustiva posible llegué a la conclusión de que, hasta ese kilómetro exacto, la ruta era la correcta; después avancé en la dirección equivocada.

Para ayudarme me he servido de los planos que guardaba en la guantera. También decidí que debí haberme comprado uno de esos estúpidos GPS. Pero no lo hice. El mapa es muy detallado, pero lo consulté demasiado tarde; sólo reconocía las carreteras - finas líneas azules y verdes - hasta el kilómetro dieciséis de la susodicha autovía. Y entre él y yo - o donde quiera que yo esté ahora - hay toda una red de esos malditos trazados. Los más finos y negros corresponden a vías secundarias, comarcales; sospecho que estoy en una de ellas.

Hasta el kilómetro dieciséis todo encaja. Después, nada. Todo fue la maldita glorieta; debí tomar otra salida. Ahora la veo, no antes. Obcecado en el error, avancé por una calzada diferente; luego accedí a carreteras nacionales, comarcales, destartalados caminos de cabras... Ascendí puentes y surqué modernas y bulliciosas autopistas recién asfaltadas. Subí y bajé, avancé y retrocedí, cambié de sentido y salí mil veces para volver a entrar.

Agotado, por fin me orillé en una vía de servicio y paré el motor. Me queda poca gasolina. Ya no sé por dónde tirar. Entonces recapacité y examiné los planos; y claro, ahí lo vi: evidente, sencillo, casi insultante. El kilómetro dieciséis. La salida equivocada.

Esto fue por la mañana, cerca del mediodía. Ahora ya es de noche. La luz de la luna, de un azul intenso, me permite ver los árboles alrededor. Ya no atisbo una vieja y medio abandonada gasolinera que dejé atrás. ¿Qué debo hacer? Sé que me equivoqué de carretera hace ya muchas horas. Que seguía el camino correcto hasta que tomé la salida número dieciséis en el citado punto kilométrico de la puñetera autovía; lo cual sólo a mí interesa. He identificado el error, rememorado los pasos y consultado los mapas; la información sin duda parece la adecuada. Ahora bien, en cuanto a hacer algo útil con todo ello, eso es otra historia.

3.11.11

¿Los hombres dominan la Tierra?


Desde el principio de los tiempos los seres humanos hemos dado por hecho que somos la cúspide de la pirámide evolutiva, el producto último de la creación. Ya en el Génesis se dice que Dios creó al hombre para que gobierne "sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra". Aunque esta suerte de mandato divino se perdió con la Revolución francesa, la Ilustración trajo la idea de que el hombre era el centro de todo, principio y fin de todas las cosas.

Si bien es cierto que estamos en lo más alto de la cadena alimenticia, ¿qué baremo seguimos para dar por hecho de forma tan sumamente interiorizada que somos la parte central del mosaico evolutivo? Hay varios elementos que podríamos tener en cuenta para sentar esta afirmación: somos la única especie que ha desarrollado lenguaje hablado pero, ¿es suficiente?

Si tomamos como referencia el número de seres humanos sobre la Tierra y su peso en los ecosistemas, tal vez nos estemos equivocando. Miremos a nuestros pies: a las hormigas. Hace diez años se descubrió un hormiguero en el sur de Europa que abarca desde el norte de Italia hasta las costas atlánticas de España y Portugal, pasando por Francia. Una supercolonia con más de treinta y tres hormigueros gigantes que engloba un total de mil millones de individuos - aproximadamente -.

Los científicos no se ponen de acuerdo sobre el número de hormigas en el mundo; las cifras estimadas oscilan entre los mil billones y los diez mil billones. Los biólogos creen que estos insectos representan entre el 15 y el 25 % de la biomasa terrestre. En cualquier caso son infinitamente más numerosas que los seres humanos, y Tokio o Nueva York parecerían villorrios ante la población de cualquier supercolonia.

Una característica humana a tener en cuenta sobre la supremacía - o no - del hombre sobre los seres vivos es su capacidad para modificar el entorno. Lo que sí parece indiscutible es que la humana es la especie que más ha influido en los ecosistemas, en tanto en cuanto los destruye o reconfigura, suprime bosques, lleva agua a regiones áridas, es capaz de vivir en los lugares más fríos o más calurosos y provoca o evita la extinción de otras formas de vida.

No obstante, las hormigas son posiblemente la especie que más cerca está de medirse con el hombre en gestión de recursos, adaptabilidad y modificación del entorno. Las hormigas también son capaces de hacer desaparecer selvas enteras - la marabunta - o crear edificaciones - los hormigueros son auténticas obras de arquitectura -. Recordemos que pueden generar sus propios alimentos - mediante la miel o el cultivo de hongos, entre otros - además de dar a sus colonias un diseño inteligente - protegiéndolas, por ejemplo, de la lluvia - y adaptar el terreno a sus necesidades - mediante la creación de "carreteras" o "puentes" muy rudimentarios -. Pero, sobre todo, su organización social las conduce al éxito.


Las hormigas melíferas


Las hormigas no tienen problemas sociales. Cada una acepta su posición, el concepto "individuo" no existe para ellas. No se plantean su ser ni su lugar en este mundo; las obreras no hacen huelga, nadie se opone a la reina. El bien común es para ellas lo natural; mientras el ser humano tiende al egoísmo las hormigas sólo conciben las necesidades de la colonia y nunca reparan en las propias. Cuando se produce un exceso de población con la consiguiente hambruna, por ejemplo, se declara una guerra; el enfrentamiento entre hormigueros provoca la muerte de muchos individuos - haciendo que los supervivientes tengan más alimento a repartir - y los cadáveres sirven como comida o argamasa. Una idea que a los seres humanos resultaría simplemente grotesca, pero que está naturalizada por las hormigas y que les permite prosperar, extenderse y vivir en relativa paz. El progreso no existe para ellas porque sólo les importan sus funciones biológicas: alimentarse, reproducirse y ampliar el hormiguero indefinidamente.

Esta organización social les permite alcanzar el éxito de forma eficiente. Ellas son productivas en cosas que normalmente consideramos monopolio humano. Pueden dedicarse a formas básicas de agricultura - cultivadoras de hongos -, producción de alimentos - hormigas melíferas - o ganadería - pastoreo deliberado de orugas y pulgones -. Todo esto no lo han obtenido, como los hombres, en un afán de superación y persecución del progreso, sino por una natural tendencia a la productividad, la eficiencia y los resultados prácticos dentro de la cual cada individuo acepta su posición y su destino. Los beneficios de esta forma de producción de alimento o protección de la colonia no se ven en ningún caso perjudicados por intereses personales, familiares o "nacionales" - nunca hay rebeliones en un hormiguero, ni golpes de Estado, ni protestas ni huelgas ni corrupción de ningún tipo -. ¿Por qué su sistema es peor o menos avanzado que el nuestro? ¿Porque no van en coche? ¿Porque no ven la tele?

En definitiva, creo que es muy relativo el dominio del hombre sobre las demás criaturas. Esto sólo puede afirmarse desde un punto de vista cerradamente humano. Desde luego nuestra especie es hegemónica si consideramos que la supremacía se define por la capacidad de modificar entornos o desarrollar nuevas tecnologías; en estos aspectos las hormigas no han avanzado nada en millones de años. Pero si definimos el éxito en base a la prosperidad biológica y reproductiva o el tamaño y amplitud de la población, las hormigas serían sin lugar a duda las dueñas del mundo.

Lo que yo me pregunto es, si una cultura alienígena radicalmente distinta a nosotros visitara la Tierra, ¿daría por hecho que nosotros somos los que manejamos el cotarro? ¿En qué especie se fijarían antes, en los seres humanos o en las hormigas? Solemos suponer que lo primero que harían los alienígenas sería abducir personas, nunca nos los imaginamos recogiendo insectos. Pero si buscasen a la especie más prolífica, productiva y eficiente es probable que fijasen sus ojos en los hormigueros antes que en ciudades como Manhattan.

Las fotografías son de Wikimedia Commons y de Flagstaffotos.