28.3.11

La familia

Estaban tomando algo en la terraza, hablando de todo un poco y viendo pasar a la gente. Él dio un sorbo al café y un par de caladas al cigarrillo. Luego, después de contar alguna anécdota, comentó:

- En fin. La familia, cuanto más lejos, mejor.

Ella pareció molestarse mucho y le dijo que no le gustaba oír eso. Empezó a hablarle de la importancia de la familia y de tener lazos fuertes con alguien. Habló de ella como de la pequeña y verdadera patria que todo el mundo tiene. El lugar al que podemos volver siempre y donde nunca seremos rechazados ni juzgados.

Ella dijo que la familia la compone la gente - la única gente - que en verdad se preocupa por nuestros problemas y los siente como propios. Dijo que una persona que no aprecia la familia es un ser que está realmente solo en este mundo. Algo así como el que no sabe valorar la importancia de la comida que le alimenta y el aire que respira.

Todas estas cosas dijo, y muchas otras parecidas. Él la escuchó atentamente con un gesto cansado en los ojos, con las cejas levantadas. En lo que duró su disertación se le consumió el cigarro, pero se encendió uno nuevo y removió el café con la cucharilla. Luego dio otro sorbo a la infusión y mirando a la calle dijo:

- En fin. Mi familia, cuanto más lejos, mejor.

27.3.11

Llaves

Por fin lo consiguió. Un contrato indefinido. Un puesto de trabajo muy cerca, además, del piso que había alquilado. Tenía buenas relaciones con el casero. Y era un barrio muy asequible. Todo ello significaba que, si la economía acompañaba y no creaba ningún problema en la vivienda - que no iba a hacerlo - podía ir pensando en pasar allí el resto de sus años.

Se encerró en su casa bajo los siete candados que había instalado esa misma mañana. Tenía perfectamente estudiados su itinerarios y su rutina. Sólo saldría para trabajar y luego, puntualmente, para hacer la compra e ingresar el pago de algunas facturas. Y calcularía los días en que debía hacerlo para espaciar las expediciones lo máximo posible.

Quería pasar encerrado en aquel piso casi todo el tiempo que no estuviese trabajando. Y no le costaba rechazar las invitaciones de sus compañeros para beber unas cervezas; o ignorar a aquella muchacha que le miraba juguetona todos los días en la boca del metro. No, no tendría relaciones de ningún tipo a pesar de ser aún bastante joven.

Le había costado pero había conseguido encontrar una ciudad donde nadie le conocía. Nadie podía decirle: "oye, hace mucho que no nos vemos, salgamos a tomar algo". No quería que su presencia fuese advertida. Se había arrepentido hasta la náusea de las cosas que había hecho en esta vida. Le torturaba por las noches el dolor que había causado.

No, no podía borrar nada de eso. No podía eliminar sus recuerdos ni podía reparar a todos los que habían sufrido por su culpa. No podía hacerlo, pero sí podía encerrarse bajo siete llaves y vivir para siempre como las ratas: escabulléndose, ocultándose, moviéndose en las sombras y procurando no ser visto. Para que nadie iluminase con una mirada su vergüenza y para que ninguna persona más tuviese que lamentarse por su culpa, maldito demonio.

24.3.11

Compañía

Una buena noche se encontraba el profesor corrigiendo exámenes. Corrige que te corrige estaba sintiéndose solo. Aún más: se aburría muchísimo. No paraba de dar vueltas a la cabeza y entretenerse: ora se rascaba la profusa barba, ora se quitaba las gafas para frotarse los ojos o se llevaba las manos a la nuca cargada.

De repente se le ocurrió una idea. Se levantó se su escritorio y abandonó el estudio pobremente iluminado. Accedió al pasillo principal y encendió todas las luces. Después abrió la puerta de la calle y dejó allí colgado un cartel: "entrad, hacedme compañía".

Luego volvió a sus quehaceres. Como el despacho estuviera cerca de la entrada podía escuchar el silencio de la calle: a veces lo rompía el viento, otras algún grillo o un gato, raramente el motor de un coche. Pero nadie entraba. Seguía solo. Aburrido, volvió afuera y cambió el letrero: "entrad, os ofrezco compañía".

Regresó el profesor a su trabajo y pasaron más horas. Tantas que llegó a corregir todos los controles; concluyó su tarea. Despuntaba ya el alba y los primeros rayos del sol, azules, se mezclaban con la luz del flexo. Se asomó a la calle y releyó su cartel: "entrad, os ofrezco compañía". Nadie parecía haberlo leído. Decepcionado, quitó el letrero y entró en casa, cerró la puerta. Fuera quedó la calle en la mañana, desierta y silenciosa.

23.3.11

Sobre el uso de las comillas

De un tiempo a esta parte he observado que las comillas se utilizan a menudo de forma incorrecta en blogs, redes sociales e incluso en prensa escrita. Por eso quiero hacer una breve aclaración sobre el uso de este signo ortográfico, por si a alguien le resulta útil.

Existen tres tipos de comillas: las latinas (« »), las inglesas (" "), y las simples (' '). En este caso vamos a hablar de las comillas inglesas que, todo hay que decirlo, son las que más utilizamos en castellano.

Existen dos formas de grafía para el uso de las comillas inglesas: la anglosajona y la castellana. En grafía anglosajona, las comillas de cierre se sitúan siempre después del signo de puntuación. Como en:

"Cállate o di algo mejor que el silencio."

Pitágoras.

Ahora vamos con la grafía castellana. Por nuestro método de escritura, las comillas de cierre se colocan siempre antes del signo de puntuación. Según el Diccionario Panhispánico de Dudas, las comillas "se escriben pegadas a la primera y la última palabra del período que enmarcan". Por ejemplo:

"No sabe hablar quien no sabe callar".

Pitágoras.

Es precisamente en este punto donde la mayor parte de la gente se equivoca. Y es que son muchos los que, escribiendo en castellano, utilizan la grafía inglesa y ponen las comillas de cierre después del punto. A la hora de escribir, hay que tener muy en cuenta en qué idioma lo estamos haciendo. Ambas grafías son correctas, pero no si se toma la correspondiente a otra lengua en lugar de la suya propia.

Es curioso que, estando esta información disponible en Wikipedia, sea precisamente Wikiquote, la colección de citas de la Fundación Wikimedia, uno de los sitios que más están difundiendo la grafía inglesa en la red. Y es que en Wikiquote la inmensa mayoría de las citas están entrecomilladas de forma incorrecta.

Por eso os pido que, si estáis enamorados de vuestro idioma, intentéis siempre escribir con la máxima precisión y perfección posible. Lo cual incluye, por supuesto, un manejo adecuado de signos ortográficos tan básicos pero tan importantes como las comillas.

22.3.11

Sólo la sombra

Sólo la sombra escuchaba.

- ¿Sabes qué te digo? - exclamaba él -. Que estoy harto. Voy a hacer lo que me dé la gana, o aprendes asumirlo o te puedes ir a la mierda.

Él no llevaba razón.

- Por favor, no me digas eso...

- ¿Pero cómo no quieres que te lo diga? O aprendes así, o está visto que no vas a aprender en la puta vida.

En otras ocasiones quizá sí. Pero hoy no tenía razón.

- No me quieres - decía ella.

- ¿Pero cómo te voy a querer? - bufaba él con tono hiriente - ¿Cómo te voy a querer si no haces más que amargarme la vida? Me estás jodiendo la puta vida.

Ella empezaba a llorar.

- Cómo puedes decir eso...

- Pues diciéndolo, ¡a ver! - replicaba él - A veces me arrepiento de haberte conocido. ¡Ojalá y no hubiésemos empezado nunca!

Sólo la sombra era testigo.

- Bueno... - decía ella, después de haberse tragado las lágrimas y haber contenido su angustia - Estamos muy alterados, ven a la cama y vamos a dejarlo estar. Mañana...

- No - la cortaba él - ¿Sabes qué te digo? Que me voy. Me voy a la mierda, y tú te quedas aquí sola comiéndote tus palabras. Así aprenderás.

- Pero...

- Que nada - zanjaba él - te jodes. ¡Te jodes!

Entonces tomaba la chupa y se la ponía para marcharse. Y allí estaba ella: pequeña y desnuda. Tan frágil como si fuera un pajarillo recién caído del nido. Piando, suplicando a la madre que le alzase a la salvación. Pero la madre no oía. Y él estaba equivocado justo en aquellos momentos.

La sombra escuchaba.

- Me voy.

- ¡No! - gritó ella, hipando y sorbiendo las lágrimas - No, vas a quedarte aquí y vamos a dormir.

- ¡Que no!

- ¡Sí, vamos a dormir! - lloraba ella.

Pero él se marchaba dando un portazo. Y el golpe retumbaba toda la casa que temblaba y se estremecía, como si los muebles estuviesen incómodos por la escena.

Pero la sombra escuchó y pasaron diez años, veinte años. Él entonces estaba en un bar, bebiendo. Luego se vio en su casa, bebiendo. Una cerveza, dos cervezas. Y la tele, pero la tele no escuchaba. La sombra sí. Pocos sabían que existía, algunos la llamaron Némesis. Aquella noche era él quién lloraba.

- ¿Por qué tuve que tratarla así, por qué...? - no paraba de gimotear.

No sabía. Pero la sombra es paciente. Ve, escucha. Sabe quién lleva razón y quién no. Entonces espera, sigue, vigila. Y cuando es el momento apropiado, cuando hay un hueco para ella, se mete en la oscuridad. La de dentro. Y allí se queda.

- ¿Por qué, por qué?

La sombra, royendo en las tinieblas. Devorando, hiriendo, torturando. Entonces ya tiene muchos nombres: pena, culpa, rabia. Y la ceniza de su justicia es el tiempo que se quema, las horas que se pierden. El pasado que no puede borrarse y el dolor por lo que ya no vuelve.

- No tuve que hablarle así, si pudiera...

Pero no podía. Sólo lloraba. Y mientras lloraba vaciaba una botella en un vaso: vodka. Varios tercios apilados y las pastillas en la mesa. Porque la sombra ya le había envuelto, estaba dentro de él. Por fin le tenía.

Sólo la sombra escuchaba.

21.3.11

Aullidos

Era muy tarde cuando un ruido fuerte despertó a la mayor parte del vecindario. Era el sonido de un impacto: un derrape cuesta abajo, unas ruedas que trataban de evitar el golpe y un motor que frenaba. Pero el choque fue inevitable, ¡bum! se sobresaltaron todos. Luego un ronroneo y el inconfundible bisbiseo de un coche dando marcha atrás.

Cuando el vehículo se escuchaba alejarse y era sólo un murmullo empezaron a retumbar los aullidos. Un perro ladraba sostenida y lentamente, venteando su propia agonía. Así se pasó toda la noche. Algunos vecinos pensaron en salir y acabar con ese escándalo. Otros simplemente se tapaban con la almohada y trataban de no oír.

Pero aguantaron así, escuchando aquel canto a la muerte, esos gemidos desgarrados y moribundos resonando entre todos los tejados. Ya de madrugada, cuando la mayoría se levantaba para ir a trabajar, la serenata terminó sin previo aviso.

20.3.11

Aviones

El niño llamó a su madre como cada noche y ella, alumbrándose con una vela, llegó hasta su cuarto y se acucilló en la cabecera de su cama. Le tomaba las manos y él decía:

- No puedo dormir, tengo miedo.

Ella no sabía cómo calmarle, así que sólo sonreía y le rascaba con los dedos la cabeza. En ese momento se escuchaban fuera diez mil silbidos y aún más estelas como de cometas surcaban el cielo y se repartían. En la lejanía se veía un artificio de inconcebible belleza.

Después de que el muchacho insistiera varias veces en su miedo con ojos preocupados, ella respondía de nuevo con su mejor sonrisa. No sabía qué hacer. Sin apartar la mano de su cabeza le decía al pequeño:

- Sólo tienes que cerrar los ojos, ciérralos muy fuerte y piensa en el Señor. Si tienes fe, si confías en Él, Dios nos protegerá y los aviones no nos tocarán...

18.3.11

El suelo

Fue una noche como otra cualquiera, pero muy importante al mismo tiempo. Era invierno, pero se sentía como si fuera verano. El tiempo está loco. Un viento persistente levantaba el calor del día. Él estaba nervioso, muy nervioso. Casi mareado, y fumando mucho más de lo que solía hacerlo. Pero el tabaco no le tranquilizaba - y fumar le calmaba siempre -.

Entonces salió afuera, al patio, y se sentó. Abrió un botellín de cerveza y empezó a beber - y eso era algo que hacía muchas veces por la noche -. Pero aquella vez fue diferente. Comprendió que había estado cayendo durante mucho tiempo, cayendo muy lento en un abismo y que había llegado blandamente abajo. Había alcanzado el fondo y ahora podía tocar el suelo con las manos, sin prisa.

Aquello fue lo que comprendió. Aunque fue una noche muy normal llegó a sus conclusiones y le hicieron mucho daño, le afectaron gravemente. De algún modo notó que la cerveza le sosegaba, le tranquilizaba como antes lo hiciera el tabaco. Según el caldo descendía su interior y le enfriaba se iban disipando la tensión y los problemas. Pensó que había caído muy hondo en el abismo si por primera vez necesitaba una cerveza para calmarse.

16.3.11

Notas

Había empezado por la mañana. Parecía todo muy romántico. Se despertó sola y se sentó en la cama. Vio su reflejo ante sí, en el espejo del armario. Vestida con las bragas y la camiseta blanca que ocultaba unos pechos enormes. En la mesita había un sobre pequeñito y dentro una nota: "Sal a la calle y mira bajo el banco de la esquina". Era la letra de su chico.

Ilusionada por aquella tontería, se vistió con prisa y llegó al lugar que indicaba la tarjeta. Una vez allí, tocando con disimulo bajo las baldas de madera, encontró un segundo sobre pegado al banco con cinta adhesiva. "Toma el autobús de la línea dos hasta la parada de San Francisco y vuelve a mirar debajo del banco". Su chico, ¡qué tonto! ¿Qué clase de juego era aquel? No lo sabía, pero en todo caso parecía una forma estupenda de pasar una mañana de domingo. Finalmente subió al bus, embutida en los vaqueros azules y luciendo una sonrisa radiante.

Una vez en la parada indicada miró en el banco ruinoso de la marquesina. Procurando no llamar la atención de los que, junto a ella, esperaban el autobús, palpó bajo los asientos y arrancó un segundo mensaje. "Busca en la fuente del parque municipal". Marchó dando un paseo y llegó a los jardines públicos. Atravesó los senderos de tierra cruzándose con los jubilados que paseaban, los jóvenes que hacían deporte y las parejas abrazándose. Localizó el siguiente sobre en la fuente ornamental que había en el centro del recinto. "Un árbol inmediatamente después de la salida trasera".

¿Qué estará tramando? Pensaba, divertida. ¿A dónde llevará todo esto? No podía imaginarlo, pero siendo la dueña de una mente siempre calenturienta no paraba de vislumbrar algún tipo de sorpresa sexual y morbosa que su chico quería darle. Entusiasmada, se metió las manos en los bolsillos de la sudadera y caminó hasta alcanzar los límites del parque. Allí estaba la salida de servicio, una reja de hierro pintada de negro que daba a un descampado. A partir de ahí empezaba un paraje de árboles que iban haciéndose más numerosos hasta hacer un pequeño bosquecillo. Conocía el terreno porque era un lugar habitual para hacer botellón los sábados por la noche.

En el primer pino junto a aquella puerta, ya fuera de los muros del parque, estaba clavada con una chincheta la nota siguiente: "Sigue el sendero varios metros y toma la primera salida a la izquierda". Ella obedeció tal y como había venido haciéndolo. En principio le incomodó un poco; el caminillo de tierra se alejaba cada vez más de los jardines internándola en el campo solitario y frondoso. Por suerte no era miedosa y su mente empezó a derivar en suposiciones más o menos calientes: un revolcón entre los árboles a plena luz del día y en mitad de la nada... o no tanto. Lejos de la gente pero al aire libre, a fin de cuentas. Se reía con malicia paladeando la sorpresa que le esperaba, saboreándola.

Por fin halló la salida de la izquierda y comenzó a recorrer un nuevo camino, mucho más accidentado que el anterior. Estaba destrozado por las lluvias y las rodadas de varios vehículos, lleno de socavones y de baches. El sendero enfilaba cuesta abajo; al fondo del altozano se extendía una llanura diminuta rodeada de pinos y de abetos. En el centro había una casita. Una cabina de ladrillo de las que suelen contener cuadros eléctricos o tuberías y depósitos de agua. Repleta de pintadas y con las persianas entornadas, parecía haber sido abandonada hacía tiempo.

En la puerta había pegada con celo una nota: "Estoy dentro, esperándote. Te quiero, mi vida. Te deseo y ansío tenerte. No lo pienses más, entra". Ella no pudo evitar sonreír. Nerviosa, completamente excitada, pasó las manos por sobre el pomo de la puerta negra y empujó. Estaba abierto. Lo que vio en el interior le sorprendió.

No se trataba de una fría estancia industrial como había esperado. Alguien había dispuesto allí una especie de vivienda: una cama, una mesa y diversos muebles conformaban la decoración. Las paredes estaban empapeladas con motivos florales y numerosas velas de distintos colores iluminaban todo con su luz tenue. Vio lo que tenía ante sí y escuchó decir:

- Por fin te tengo...

Pero aquello no tenía nada que ver con su chico; su chico no estaba allí ni se le parecía. No podría describirse con palabras, ofrecerse explicación sensata del horror que le produjo lo que contempló en aquel lugar. Sintió - de una forma casi literal - que su corazón y sus pulmones se desplomaban de golpe sobre sus intestinos, aplastándolos. Le recorrió la espalda un sudor frío, los ojos se le nublaron y le asaltaron unas ganas irrefrenables de hacer aguas mayores. Es innecesario decir que le temblaban las piernas y también los labios, al tiempo que se le empapaba la mirada y le venía el impulso de llorar.

Finalmente lo hizo. A la vez se llevaba las manos a la cara y empezaba a negar para sí misma. Entonces todo comenzó a ponerse negro, tanto que diríase había anochecido: un ocaso imposible en el exterior. La oscuridad la envolvía en silencio y la puerta se cerraba sin hacer ruido. Parecía que las persianas también se hubieran bajado en virtud de las tinieblas que la rodearon impidiéndole ver; quedando allí sola, en la sombra absoluta, sola con el horror indescriptible que habitaba ese lugar.

14.3.11

Vía muerta

Fueron a fumar al viejo túnel ferroviario. Atravesaba toda la montaña, pero ellos se quedaron en la puerta. El suelo estaba lleno de cristales rotos, litronas, chustas de porros y plásticos de todo tipo. De pasar trenes descarrilarían, pensó él.

Había ido antes con amigos, pero nunca con ella. Estaba seguro de que iba a follársela. Si no le importaba meterse un poco en el túnel, donde había menos luz, y desnudarse entre toda esa mierda. El humo empezó a rodearles, aromático. Iban animándose mientras perdían la mirada entre los abetos que ocupaban las montañas.

Luego se escuchó un eco. Ella miró al interior. Creía que había sido el aire. Él, con mucho disimulo, fingió alejarse para arrojar la colilla. No quería que viera que tenía miedo y que por eso se acercaba a la luz. Pero no era nada, sólo el viento. Y si quería tirársela tenían que esconderse un poco. Dieron otros pocos pasos. Entonces:

- ¡Que alguien me escuche! ¡Que alguien me escuche, por favor!

Se quedaron los dos quietos y callados. Ambos lo habían oído perfectamente, pero querían guardar el silencio para comprobar que no era imaginación. Que era cierto. Pasaron unos segundos en que el túnel sólo devolvía el rumor del aire atrapado, pero luego se escuchó claramente:

- ¡Que alguien me escuche! ¡Es horrible, es horrible! ¡No sabéis lo que están haciendo! ¡No podéis imaginarlo! ¡Lo que están haciendo es horrible! ¡Espantoso, espantoso! ¡Que alguien me oiga! ¡Que alguien venga y vea lo que hacen, lo que están haciendo!

Se quedaron allí plantados y les llegó hasta la última palabra. Miraron a la oscuridad cinco segundos y luego a ellos mismos. No se oía nada más: no golpes, no ruidos. Nada. Iban a preguntarse qué hacer, sin abrir la boca, cuando retumbó una última frase:

- ¡Por el amor de Dios! ¡Es espantoso! ¡Es horrible! ¡Lo están haciendo! ¡Lo hacen, de verdad que lo hacen!

Ahí salieron corriendo. No pensaron nada y no miraron atrás. No dejaron de correr hasta que se ahogaron.

Pasó mucho tiempo. Tenían miedo de haber dejado allí las cosas, las bebidas, y de lo que pudiera pasar. Jamás lo olvidaron. Y pasaron sus noches preguntándose si el grito inhumano que dejaron atrás mientras corrían era de dolor, pánico, alerta o alegría.

12.3.11

Playa

Mientras se vacía la playa
escribo con los dedos tu nombre
en la arena.

Oigo tu voz que se borra
y las olas se llevan tu nombre
con la arena.

11.3.11

No quiero decir eso

"No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo más allá de esta vida". 

Edgar Allan Poe, en su lecho de muerte.

Furgón

Los guardias no paraban de golpearle dentro del furgón. Con las puertas traseras abiertas, se turnaban para pegarle con las porras y las botas y él iba de un lado a otro chocando contra las paredes. El vehículo no paraba de agitarse.

Después de vomitar sangre unos momentos, se incorporó como pudo y preguntó:

- ¿Por qué hacéis esto?

Los cinco hombres se miraron unos a otros. Eran como sombras verdes en la oscuridad de la noche; y tenían las miradas siniestras. Entonces uno elevó la cara y dijo:

- Porque podemos.

Después volvieron a empezar, y durante tanto tiempo que sus gritos dejaron de escucharse.

8.3.11

La montaña

Juan bajaba todos los atardeceres al paseo marítimo y lo recorría hasta el fondo, donde empezaba el rompeolas coronado por un faro. Se cruzaba con muchas parejas, aunque él iba solo. Una vez al final se daba la vuelta y contemplaba el horizonte: a un lado la ciudad y al otro el océano. En medio, gigantesca, la montaña. Un antiquísimo peñasco que, por alguna razón, había resistido la erosión de la marea. Ahora soportaba día y noche el impacto de las olas.

Su caminata terminaba a la altura del peñón. Una vez allí tomaba la avenida para regresar a casa. Cuando alcanzaba la montaña la noche casi había caído y de la mole inmóvil se advertía sólo una sombra en la oscuridad. Hasta entonces disfrutaba observando cómo el sol se escondía y pintaba el mar de colores cada vez más pálidos. También - por qué no decirlo - gustaba cotillear a los demás que paseaban: un matrimonio de ancianos, una joven que hacía deporte, unos novios sacando al perro.

Un día reparó en un muchacho que estaba quieto frente al peñasco. Era el primer verano y el chico se arropaba con un abrigo de guata gris. Apoyaba sus manos en los barrotes del mirador y no levantaba la vista de la montaña apenas un segundo: podría decirse que ni parpadeaba. Juan no le dio importancia pero observó que estaba allí cada noche, a la misma hora, sujetando la gran roca con sus ojos mientras la concurrencia poco a poco regresaba a casa.

A finales de agosto Juan sintió que no podía soportar ya más la curiosidad y, procurando parecer natural, entabló conversación con él.

- Qué pena que se acabe el verano, ¿eh?

- Sí, una lástima. - contestó el muchacho sin apartar los ojos de la montaña.

- Con el gusto que da pasear por aquí... - insistió el hombre, carraspeando.

- Sí, no está mal. - apuntó el chico, sin mirar a Juan ni una vez.

Al cabo de unos momentos éste se decidió a preguntar:

- Dime... ¿qué haces aquí siempre parado?

El chico movió entonces la cabeza y, por unos segundos, separó los ojos de la gran piedra para clavarlos en los suyos. Luego volvió a fijarlos en el peñón.

- ¿Es que no lo ves? - contestó - Estoy intentando mover esa montaña.

Calle

A veces no lo soportaba más y salía a fumar un cigarro. Era un patio de vecinos elevado pero los edificios circundantes eran mucho más altos y quedaban por encima. Veía bloques y bloques hasta que se difuminaban en la niebla naranja de las farolas.

Eran horas intempestivas - en invierno y en verano - dormir de continuo nunca fue lo suyo. Fumaba tranquilamente e intentando no hacer ruido con sus pasos para no molestar en ninguno de los dormitorios que daban allí.

Aquella ciudad polvorienta. Siempre moría como una planta cuando todos habían terminado sus ocupaciones. El recorrido del trabajo a casa era el último eructo de vida en su calles, el último eco de coches y voces humanas y luego quedaba sólo el silencio. Algún carraspeo, alguien que se revolvía en sueños y nada más en la vecindad.

Luego las tres o las cuatro de la madrugada, él fumando. Y entonces siempre le traía el viento un ruido no muy lejano de motos y automóviles, voces y a veces incluso risas. Y siempre se preguntaba quién estaba en la calle a esas horas un martes en la ciudad muerta.

Pero ciertas noches se fijaba en un piso particular, muy por encima de su cabeza, que tenía la luz encendida y las persianas subidas; y en verano el viento agitaba los visillos sobre una ventana abierta. Se preguntaba quién velaba como él y por qué motivo; si serían razones grandes y profundas o estúpidas trivialidades las que le llevarían a la vigilia.

Terminaba su cigarrillo y volvía a casa. Echaba un último vistazo a aquella ventana encendida antes de entrar al bloque y entonces se sentía más solo que nunca.

Flotar

Me contaron cómo sucedió - hoy en día los periodistas lo saben todo -. Él estaba en aquella ciudad justo cuando vino el huracán. El tornado surgió mar adentro y se estrelló contra la costa levantándolo todo a su paso.

Al parecer él estaba en su casa, pero esto no le salvó. El aire arrancó de cuajo el tejado y él salió volando. La ventisca le alzó al menos a cuarenta o cincuenta metros por encima del suelo. Le hallaron en una playa, desnudo, a unos seis kilómetros de allí. Entonces había pasado la tormenta y - como suele decirse - había sido sustituida por una gran calma.

Yo visité la ciudad para hacerme cargo de la repatriación de su cuerpo. El sol, entonces, secaba con paciencia los estragos de la inundación. Los periodistas hablaban con la gente buscando la desgracia más grande y también con los ingenieros para descubrir el detalle más macabro.

Me dijeron que quizá perdiera el conocimiento en pocos segundos; el cerebro humano no está hecho para discurrir mientras le voltean ráfagas de ciento veinte kilómetros por hora. Sé que aquello no debió de parecerle tan terrible: le conocía.

Imagínate, volando a más de cincuenta metros del suelo. Flotando, como si fueras un trozo de papel. Hubo de sentirse tan ligero, tan liviano. Tan etéreo como si no pesasen nada ni los pecados ni los malos recuerdos, ni el sufrimiento que a nosotros nos ata en esta tierra.

Flotar, elevarse al cielo como un globo, como una hoja arrastrada por la brisa. Y luego en medio de ese orgasmo y escuchando sólo el viento perder el sentido, dormirse y caer blandamente en una solitaria playa... ah, dime. ¿No te parece sublime, tan bello y tan perfecto?

7.3.11

Consejos absurdos: 11

11.

Procura no pensar todo el rato en cosas malas. Sé que es difícil, pero si no lo consigues tal vez enloquecerás y te pondrás a darle a la gente absurdos consejos.

El peor momento

La pantalla del ordenador empezó a parpadear. El televisor, la radio, todos los electrodomésticos se pusieron a emitir aquellos pitidos odiosos y ascendentes, similares a los que solían escucharse cuando los atravesaban las señales telefónicas. La habitación toda, por su parte, vibraba y la bombilla oscilaba de un lado a otro nerviosamente. Le pareció que pasaba un camión abajo en la calle; pero un camión de proporciones gigantescas.

Dejó el portátil encima de la almohada y salió de la cama para asomarse al balcón y ver qué pasaba fuera. En la calle un resplandor blanquísimo iluminaba el paseo marítimo donde se apiñaba el vecindario; miraban algo ante ellos con gran sobresalto. Todos iban arremangados y sudaban como pollos porque hacía un calor sofocante; encima del mar ardía una luz clara y cegadora, rodeada de millares de haces, que clareaba el cielo alrededor y que parecía revolver la marea.

Él sabía bien lo que era. El asteroide pasará cerca de la Tierra pero no la tocará; eso dijeron los científicos. Sin embargo podrá ocurrir que algunos fragmentos de piedra y grandes toneladas de polvo se separen del objeto para entrar en la atmósfera en forma de meteoritos. Se trata de un fenómeno impredecible y que, en caso de producirse, arrastrará consecuencias inesperadas: al no poderse calcular la magnitud de los bólidos que alcanzarán la superficie no podemos prever si se producirán tan sólo impactos menores o, por el contrario, cataclismos de dimensiones planetarias.

Él se lo sabía de memoria porque en muchas ocasiones lo habían repetido televisión, radio y prensa. Sin embargo nadie pensó nunca en el tema ni le dio mayor importancia; la pasividad extrema y la profunda incredulidad nihilista de aquella sociedad obligaba a pasar por alto asuntos como aquel. Mientras preocupaba mucho cualquier noticia comercial o alguna trivial novedad tecnológica, las cuestiones del espacio eran tratadas en los medios como curiosidades científicas; y como tal curiosidad todos ignoraron la proximidad del asteroide. Lo que más se escuchaba eran chistes al respecto.

Después de reconocer a su madre y sus hermanos entre la multitud que, asustada, se reunía abajo, se dejó caer en una banqueta que había en la terraza, junto al tendedor. Algo mareado - muy descompuesto, en realidad - se encendió un cigarrillo y mientras escupía el humo dijo en voz alta:

- Me cago en la puta.

El objeto brillante empezó a aumentar, no sabía si en su tamaño o luminosidad. Sí podía sentir, en cambio, cómo se agitaba cada vez más el oleaje y cómo el calor se hacía más insoportable. Incluso creía notar que se despertaba una brisa más violenta por momentos y tan sofocante que parecía consumir el oxígeno, hacer imposible la respiración. Miró al interior del piso y vio la habitación iluminada sólo por el resplandor azul del ordenador.

Frotándose los ojos se quedó allí sin saber qué hacer; escuchaba gritos de terror abajo en la calle. Pronto todo el cielo fue blanco, de un blanco inmaculado que ningún hombre había visto nunca. Empezaba a notar cómo la piel se le deshacía y sintió que todo duraría unos segundos. Sin embargo, en aquellos momentos le dio por pensar la nimiedad más grande: sabía que esto podía ocurrir, ojalá le hubieran avisado, porque...

...parecía que aquello era el final, sí. Y ojalá le hubieran avisado. Realmente, ¡qué patético que no hubiese estado haciendo cualquier otra cosa, otra cosa que ver porno justo en el momento en que todo terminaba!

5.3.11

Ricos

Era un día como cualquier otro al norte de Venezuela. El clima templado descargaba un aire cálido y sereno que recorría la llanura y luego ascendía con ligereza las estribaciones de los Andes. Apenas había oleaje en playas y lagos y nadie podía percibir en aquella brisa el sufrimiento, la pesadilla que ardía debajo de las montañas.

El grupo de mineros había estado trabajando durante toda la temporada en la extracción de minerales para la producción de aluminio; laborando con normalidad hasta que una detonación mal calculada deshizo las galerías y convirtió el refugio en una tumba perfecta. Bloques de piedra de varias toneladas sellaban cualquier posible escape; y aunque habían logrado contactar con el exterior los supervivientes, y pese a que ya todo el país y en general el mundo entero conocía la tragedia por prensa y televisión, poco faltaba para que el Gobierno admitiese la imposibilidad del rescate. El terreno era impracticable y las murallas de roca de las montañas demasiado férreas para que las máquinas pudiesen acceder a tiempo: inviable económica, humana y materialemente.

A unos novecientos metros de profundidad, pringados en polvo y hollín y alumbrados sólo con luz eléctrica. Para los mineros eran ya veinte días de angustia y el alimento se había terminado hacía unos dos. Se suponía que el refugio debía servirles durante meses pero las muchas corrupciones administrativas habían dejado la seguridad de la mina en condiciones lamentables. Las medicinas también escaseaban y los heridos o enfermos empezaban a agonizar.

Se volvían locos, discutían y abandonaron las oraciones para renegar de Dios; pero fue al tercer día cuando se produjo la riña más grande entre quienes abogaban por resistir y los que deseaban poner fin a su tormento en un suicidio colectivo. El conflicto llegó a las manos hasta que, presos del pánico generalizado, los obreros terminaron por ponerse de acuerdo en la más siniestra de las opciones.

Todos conocían bien el terreno y uno de los oficiales, que era ingeniero, sabía que encima de la mina estaba el lago; la erosión provocada por los ríos que bajaban de la cima había horadado la montaña y creado una caldera donde descargaban las lluvias. Justo encima de sus cabezas. Con los planos de la mina y el terreno logró señalar el punto exacto sobre el cual debía haber sin duda acuíferos a donde había desaguado durante siglos el fondo de la laguna. Lograron acceder entre los peñascos a través de las galerías que aún eran practicables y fijaron en el techo varios explosivos.

Luego, bebiendo lo que en unas latas quedaba de alcohol, cantando, riendo y ofendiendo al Poderoso con insultos y reproches fueron regados por la descarga de piedra y yesos que siguió a la explosión. Ensordecedora, toda la estructura de la tierra tembló y se estremecieron los cimientos de la mina. Pero apenas una grieta dejaba, al disiparse el polvo, gotear un chorrillo insignificante de agua helada y pura.

En un repente inesperado aquella diminuta fisura se abrió y dejó al descubierto un agujero por el que cabría un cuerpo humano; por ahí empezó a salir de la montaña un chorro de agua a presión que después, al desplegarse, caía sobre ellos como una fina lluvia. Entonces comenzaron a abrazarse y a reír con más fuerza e incluso se desnudaron para empaparse de aquella agua helada y salvadora que había de terminar con su encierro para siempre. De forma definitiva.

Pero luego, sin previo aviso, uno de ellos empezó a palparse el pecho y enseñando a los demás unas manos negras preguntó:

- ¿Qué carajo es esto?

Los demás se miraron unos a otros y se vieron igualmente untados de aquella porquería negra y luego alzaron su vista al techo, donde el agua ya no salía transparente y pura sino negra como la misma muerte:

- ¡No joda! - gritó el ingeniero - ¡Los prospectores tenían razón, la tenían!

Y el agujero se hacía más grande y cada vez les golpeaba aquel aceite pedregoso con más fuerza y más violencia. Y todo apestaba y se volvía pegajoso.

- ¡Petróleo! - gritaron - ¡Había una bolsa de petróleo dentro de la laguna!

Empezaron a reír como verdaderos locos.

- ¡Lo hemos encontrado! - exclamó el ingeniero - ¡Los científicos tenían razón!

Se abrazaron, cantaron y celebraron, gritando, su alegría. Se bañaron en aquel petróleo que les llegaba ya por las rodillas, se revolcaron en él y se lo untaron encendidos de euforia. Saltaban y alzaban los brazos sin parar de gritar:

- ¡Ricos, ricos, somos ricos!

Estaban ya tirados por el suelo cuando la presión súbitamente rompió el techo de la mina. Toneladas de roca, petróleo y agua les sepultaron. Y en medio del estruendo pareció que aún se les oía reír y gritar:

- ¡Ricos, somos ricos!

Consejos absurdos: 10

10.

No te derrumbes todavía. Lo peor está por venir.

4.3.11

La compasión

Eran los últimos días de los últimos tiempos. Al menos eso pensaba casi todo el mundo; por aquella época ya el cielo estaba siempre rojo. Y en los ocasos violeta, verde, amarillo. Nunca azul: y algunos decían que se reflejaba en él la sangre que empapaba la tierra.

A veces caía una lluvia pálida y lavaba los campos, arrastrando la putrefacción y la ceniza por las hondonadas hasta las charcas infectas que tomaban un color como de petróleo. Hacía tiempo que toda infraestructura estaba reventada; nadie se ocupaba ya de retirar y apilar los cadáveres.

Los soldados caminaban y por sus pasos crujían los pesados uniformes: ocres, tierras, grises para camuflarse con el polvo que había levantado la bomba al explotar. Largas y fatigosas caminatas con poca agua y mucho calor durante un tiempo, frío de repente o ventiscas inesperadas, granizos venenosos.

Al escuadrón de Ángel le tomó un tiempo ocupar la ciudad; lo que de la ciudad quedaba después de insistentes bombardeos. Una vez pasado el turno de los aviones asesinos hubieron de batirse con los guerrilleros y la plaza no cayó hasta que murió el último resistente entre los escombros. ¿Quién necesitaba tener ese puñado de cascotes? Él no lo sabía.

Sargento y capitán tuvieron un pequeño debate antes de decidir el siguiente paso:

- Esta zona es de la milicia. Nos han ganado todas las posiciones. Tenemos que replegarnos al norte, más allá del río, para empezar la contraofensiva. - dijo el superior - Propongo partir mañana por la mañana.

- Pero hay supervivientes, capitán - replicó Ángel -. No hay sitio para ellos en los camiones y no podemos llevarlos hasta allí a pie.

- ¿Y qué propone, sargento?

- Asegurar una posición segura para ellos en las cercanías y protegerlos hasta que empiece la contraofensiva.

El capitán no contestó, se retiró a su tienda a la espera de tomar una decisión por la mañana. Los soldados se agruparon en barracones improvisados: en los hospitales, colegios y edificios públicos reducidos a esqueletos y vacíos de vivos.

Era cierto que había supervivientes: un puñado de civiles refugiados en una escuela. La mayoría de ellos murieron durante la noche de tularemia, salmonela y tifus; ya estaban enfermos cuando los soldados llegaron. Un grupo de niños sanos y hambrientos llegó a la mañana; insuficientes para llenar una clase.

- Le seré sincero, sargento - dijo el capitán -. Proteger a esos niños me parece una estupidez y un suicidio. Usted no resistirá hasta que la contraofensiva llegue. Pero si encuentra algún voluntario le dejaré quedarse con ellos.

Y Ángel los encontró. Diez o quince hombres que prefirieron quedarse; unos pocos por su conciencia pero, la mayoría, porque esperaban poder desertar en cuanto perdieran de vista al ejército. Uno de ellos, un sureño, dijo iracundo durante la caminata:

- Es una pena lo de estos niños. No vamos a poder salvarles. Les haríamos un favor si les diéramos un tiro directamente...

El sargento se molestó.

- No vuelva a decir eso ni en broma, soldado.

Caminaban en busca de un refugio donde pasar los días hasta que regresase el ejército. Hallaron una vieja nave agrícola que había sobrevivido a los bombardeos; aunque tenía toda la fachada herida de balas, le habían aguantado el techo y las paredes, que conservaba enteras. No había nadie dentro. Al menos les sirvió de refugio, pues acto seguido comenzó a llover ceniza: llovía con furia, como si cada pellada fuera un disparo.

Cuando la tormenta de polvo pasó empezaron a recibir ráfagas: eran los milicianos que les habían seguido. Aunque lograron repeler el ataque varios soldados murieron, y otros simplemente agonizaban. Los niños, mientras tanto, esperaban dentro. Ángel tenía que tomar una decisión porque el sitio ya no era seguro:

- Nos han localizado, sargento. Volverán.

Sólo cuatro de sus hombres quedaban con él. Los otros yacían fuera, exangües. Entonces se puso a pensar. Fumar y pensar. Y pensó: recordó todo lo que había visto. Que en aquel tiempo de anarquía cualquier cosa era válida; también eran corrientes las violaciones de niños. Violaciones de todo tipo acompañadas de torturas y mutilaciones: incluso canibalismo en una tierra desangrada por largas hambrunas. Ángel no dejaba de pensar en el futuro de aquellos críos; el mundo que les venía incluso aunque superasen los bombardeos y las matanzas.

Por la noche, mientras cavilaba, el sargento asistió a un espectáculo en el cielo. Eran las bombas de racimo lanzadas por el ejército para reventar a la milicia en su retirada: subían muy alto como cohetes de feria y luego desaparecía la luz. Y volvía a aparecer mutliplicada por mil y el número de destellos era más y más, hasta que empezaban a escucharse silbidos y luego se sentían detonaciones en toda la llanura. Más tarde una nube de piedra y barro descargaba sobre sus cabezas y golpeaba en el tejado: sonaba como lluvia.

A la mañana siguiente Ángel dio una orden a sus soldados:

- Salid primero, reuníos con el ejército en el norte. Yo pediré refuerzos por aquí y me incorporaré más tarde.

Los demás abandonaron la nave, empezaron a caminar bajo el cielo verde. Entonces Ángel se quedó allí fumando junto a los niños refugiados. Le pesaban las balas en la cartuchera, y en la bandolera aún llevaba más baterías - cajitas negras, cuadradas y pequeñas como paquetes de tabaco -. El sargento miró a los niños y se acordó de sí mismo y pensó en su propia familia. Todos ellos eran grises: untados por completo en la ceniza tóxica. Inertes: no lloraban, no hablaban, no se movían. Pero le miraban quedos.

Pasó una hora y Ángel salió de allí solo, sin fumar, sin sentir ya aquel peso en la cartuchera. Ligera el alma y la mochila dejó atrás la nave refugio. Empezó a andar, sin detenerse, en dirección al norte.

3.3.11

Consejos absurdos: 9

9.

Las personas pueden ser buenas o malas; pero no pueden dejar de ser personas. Si confías en ellas - sólo si confías en ellas - van a utilizarte, van a fallarte y van a decepcionarte.