30.1.11

El vaso

Por la noche le sonó el teléfono. Aún medio en sueños empezó a tentar, a ambos lados de la cama, buscando la mesita donde reposaba el móvil. En aquel tanteo dio un manotazo al vaso de agua que, al acostarse, dejaba siempre en el mueblecito por si le daba sed. Le irritó el escándalo del cristal rompiéndose y el líquido salpicando y corriendo por todas partes; aun así se ocupó primero del dichoso celular, ¿quién llamaba a estas horas?

Nadie. Era la alarma de las cinco de la mañana que la despertaba cada día para ir al trabajo. Pero hoy era domingo y no tenía que levantarse... maldita sea. ¿Por qué habré olvidado quitarla? En fin... así disfrutaré más, pensó. Le encantaba, en el fondo, despertar en la noche y volverse a dormir, bien arropadita con la tonelada de edredones. Respecto al estropicio del vaso, ya lo limpiaría mañana. Era agua, nada que pudiese manchar, sólo debía tener cuidado con los cristales al día siguiente, ¡qué pereza salir ahora de la manta para ir a la cocina!

Amaneció a las tantas. La luz intensa se colaba por las rendijas de la persiana. Hacía sol, suficiente como para alumbrar la mesilla junto a ella. En principio no le sorprendió ver que el vaso de agua estaba encima e intacto, ni siquiera reparó en ello. Pero demasiado tarde se dio cuenta de que había pisado el suelo, descalza, sin preocuparse de los cristales. Asustada miró a sus pies y vio que no había absolutamente nada. Ni rastro de vidrio ni tampoco de agua. Lo habré soñado.

Una mezcla de sueño y realidad, pensó. Lo pensó hasta que llegó a la cocina y vio, junto a la puerta de la despensa, la escoba y el cogedor donde siempre los dejaba. El cogedor, en efecto, conteniendo todos y cada uno de los trocitos de ese otro vaso que anoche había tirado al suelo... y que no había recogido.

Y el agua, obvio, estaba en el cubo; con la fregona cuidadosamente colocada encima de él, sin duda recién escurrida.

Lo de hoy fue peor

Lo de hoy fue algo peor. No me había sentido tan mal en mucho tiempo. Aunque... lo sé, ya había ocurrido antes.

No es el primer traje que me hago. En realidad me gustan los trajes de piel humana. Confeccionarlos, lucirlos... son confortables.

Me gustan los trajes de piel humana, sí, pero no sé si fue correcto utilizar la de mi propia madre.

27.1.11

Ruido

Todas las noches oigo esa maldita ventana. Esa ventana del patio que se abre y se cierra sola. Golpeando. Me va a volver loco. No lo puedo soportar. Y ustedes dirán: ¿tan insoportable una ventana que se abre y se cierra con el viento?

Pero es que esa ventana, amigos... es corredera.

Hola

Hola, soy el futuro. Te estoy esperando y cuando llegues te vas a enterar.

Mientras escribo

Mientras escribo esto, cientos de cosas horribles están ocurriendo a alguien en algún lugar.

25.1.11

Anoche me sentí culpable

Anoche me sentí culpable. Creo que lo que hice no estuvo bien. Es cierto que ya lo había hecho antes, pero no me sentí tan mal.

Anoche me sentí culpable. Y sí, ya lo había hecho. Ya había comido antes carne de mujer cruda. Pero no, nunca mientras ella todavía estaba viva.

El teléfono y la noche

Antón estaba molesto en la vieja casa. Era fría, incómoda y difícil de mantener. Además, pasaba temporadas tan largas en la ciudad, con sus hijos, que había llegado a desacostumbrarse un poco a ella. Cada vez más tenía ganas de mudarse definitivamente, pero era algo que su mujer y él no terminaban de decidir.

Pero si había algo que en aquellos momentos irritaba a Antón era estar solo en la vieja casa. No es que fuese una persona miedosa, pero aquellos ruiditos constantes y el rumor del aire en los fríos corredores le ponía nervioso. Nervioso, sólo eso. No tenía miedo, simplemente no estaba a gusto. No estaba cómodo, nada más.

No le había hecho ninguna gracia que su mujer tuviese que ir a la ciudad. Había nacido su primer nieto y él de buena gana la habría acompañado. Pronto se prejubilaría, pero de momento tenía que trabajar. De lo contrario no se hubiese quedado allí solo; y era algo que no iba a decir en público, aunque no fuese el miedo lo que le diese ganas de marchar sino el deseo de conocer a su nietecito. Tendría oportunidad en cuanto llegase el viernes, pensaba.

Mientras tanto pasaba las horas muertas en el salón de abajo. Daba a la calle y era la habitación mejor acondicionada del caserón. Tenía las paredes recién pintadas, alfombra e incluso algunos radiadores eléctricos, además de televisión. El resto del edificio estaba en peores condiciones: una humedad aquí, un trozo de yeso caído allá, una madera podrida en el techo... un largo etcétera que siempre se agrandaba para irritar más a Antón.

Se quedaba allí viendo la tele hasta que le adormecía el sofá y, de mala gana, se iba a dormir al frío dormitorio, en la chirriante cama de muelles. Una noche como otra cualquiera creía estar dormitando cuando sonó el teléfono móvil. ¿Quién llama a estas horas?, pensó. Las doce menos cuarto, según el reloj del vídeo.

Por un momento tuvo ganas de ignorar el timbre, pero luego pensó que podían ser su mujer o su hijo necesitando o algo o teniendo noticias. Resignado, se levantó cansadamente del mullido sofá. Le dolían las rodillas.

Al abrir la puerta ésta se quejó con un sonoro crujido que se escuchó en los cuatro costados de la casa. Fuera, en el pasillo, estaba oscuro y aire tan gélido como una caverna. El ambiente estaba caldeado en el saloncito pero el resto de las habitaciones no tenían calefacción ni estaban ocupadas, ahora que todos sus hijos vivían fuera y en esos días ni siquiera su mujer trajinaba de aquí para allá.

Prisoso, Antón empezó a recorrer las habitaciones, echando rápidos vistazos, en busca del dichoso teléfono. ¿Se podía saber dónde sonaba? La situación le incordiaba; era una de aquellas casas antiguas en que un pequeño pasillo se desfloraba en pequeñas celdas y, para llegar a cada cuarto, había que atravesar antes el anterior. Un verdadero engorro.

Finalmente subió las empinadas y estrechas escaleras para llegar a la más recóndita estancia de toda la casa, el dormitorio de su hija, más allá de varios cuartillos y antesalas. Casi se sintió nostálgico cuando llegó allí: hacía muchísimo que no pasaba. La habitación seguía como siempre, con las cuatro paredes casi desnudas, sin ventanas a ningún sitio, y adornadas tan sólo por un par de cuadros de vírgenes y santas. Las muñecas de porcelana que vestía su hija de pequeña aún estaban ahí, cogiendo polvo en los anaqueles.

Suspiró al ver todo aquello y se cruzó de brazos: el móvil, donde quisiera que estuviera, había dejado de sonar. Miró por encima y decidió volver a ver la tele un rato, pensando que si era importante volverían a llamar.

Pero casi había salido de la habitación cuando el teléfono se encendió de nuevo. La conocida y odiosa musiquilla resonando y la vibración, como de insecto, retumbando en medio de la cama. Estaba claro que se lo había dejado allí su mujer, pero, ¿cuándo?

Levantó unos almohadones y tomó el aparato. Ni siquiera se molestó en leer el número, a pesar de que le resultó curioso que la llamada fuese desconocida. "Espero que no sea el teléfono del hospital", pensó, temiendo que ocurriese algo malo. Se iba a llevar el celular a la oreja cuando un clac partió el aire y se apagaron de repente todas las luces.

Habían saltado los fusibles. Estaba claro: la antiquísima instalación eléctrica, medio podrida, habría sufrido algún cortocircuito al encenderse la vieja y carcomida bombilla de aquella polvorienta habitación. Aun así se llevó un susto, ¡qué tontería! ¿Por qué iba a ponerse nervioso? ¿Por estar en lo más profundo del caserón rodeado de tinieblas? Aquello sin duda daba miedo, por supuesto: si eras un niño. Pero se trataba de un hombre adulto a punto de prejubilarse. Se avergonzó por haberse sobresaltado.

Detuvo el primordial impulso de bajar a reponer los fusibles al recordarle el móvil, temblando en su mano, que alguien llamaba. Y trató de no decirse a sí mismo que el escuchar una voz humana le aliviaría el peso de la oscuridad. Trató de no confesarse que le asustaba verse separado de la calle por los largos metros de negruras y de sombras.

Luego volvió a mirar la cifra: uno de aquellos largos y desconocidos números extranjeros o de centralita. Miró también la hora: doce y diez. ¿Quién llamaba a las tantas de la noche, un miércoles, justo en el momento en que saltaban las luces de una vieja casa?

Abrió la tapa del teléfono. Tragó saliva y se puso el aparato en la oreja. No hablaba nadie, nada se escuchaba, pero sin embargo sentía una presencia al otro lado.

Le latía el corazón violentamente cuando, mientras notaba que una voz se acercaba desde lejos, preguntó con lentitud:

- ¿Quién es?

19.1.11

Un pacto desesperado

Los venusianos nos tenían atrapados en la bodega. Un ascensor era la única vía de acceso al sector inferior, desembocando en un estrecho corredor al fondo del cual, justo donde doblaba la esquina, varias decenas de hombres se apostaban armados con sus fusiles láser.

Cada cierto rato el montacargas se abría y aparecían los venusianos con sus muchos tentáculos y sus cabellos verdes; como una anémona gigante y enloquecida agitaban los brazos lanzando salvas de plasma pero sin lograr, en la mayoría de los casos, acabar con demasiados hombres. Nuestra posición era perfecta para la defensa; como espartanos en el paso de las Termópilas resistíamos, sin retroceder un paso. Pero sabíamos que tarde o temprano la munición se acabaría y los alienígenas podrían entrar, y entonces nos comerían a todos.

Así las cosas el capitán logró arrastrarse hasta el interfono, el cual activó con la intención de parlamentar.

- ¡Eh, venusianos! - dijo, abriendo la comunicación a toda la nave. - Tenemos algo que ofreceros.

- ¿Qué podéis ofrecernos? - contestó al poco uno de los suyos, que hablaba nuestro idioma. - ¡En algún momento os quedaréis sin munición, y entonces os cogeremos!

El capitán suspiró.

- Lo sabemos. Por eso queremos negociar.

- ¿Negociar? ¿Qué podéis exigir? Somos superiores en número y tenemos más armas. Estamos arriba y vosotros abajo. ¡No tenéis nada que hacer!

- ¡De acuerdo! - el capitán contestó irritado - Pero hasta que eso ocurra, ¿cuántos de los vuestros morirán? Ya hemos matado a dos decenas. Bajad más, si queréis. Tenemos munición suficiente para matar a un centenar. ¿Es eso lo que queréis?

- ¿Qué otra salida nos queda? - admitió el venusiano - Tenemos que comeros, ¡es nuestra razón de ser!

- Hay otra salida: hagamos un pacto.

- ¿Qué pacto es ése?

- No nos comáis del todo. Queremos vivir. Entrad en la bodega; no opondremos resistencia, si nos prometéis que sólo nos comeréis por partes, y que nos dejaréis vivir.

- ¿Por partes?

- Lo suficiente para saciaros y lo bastante poco para que vivamos.

- ¿Y no os defenderéis ni mataréis a más de los nuestros?

- No - aseguró el capitán - Conocemos nuestra situación: no tenemos otra opción.

El alienígena tardó unos minutos en contestar y debió pensar que ellos tampoco, porque respondió escuetamente:

- Trato hecho.

- ¿Aceptáis? ¿Cómo podemos asegurarnos que cumpliréis?

- ¡Te damos nuestra palabra de Venus!

Los hombres lanzaron sus armas al suelo; nos pusimos en fila en el pasillo de la bodega. Los venusianos, que lo vieron por el circuito de cámaras, bajaron en masa al sector inferior.

Finalmente cumplieron su palabra: ninguno de los nuestros murió. Todos volvimos a casa, pero mutilados. A cambio de conservar nuestras vidas, los extraterrestres se saciaron con la carne de nuestros cuerpos.

Durante una hora aquello fue una orgía de mutilaciones y mordiscos. Entre un zumbido insoportable de gritos, llantos y alaridos de dolor extremo se succionaban piernas, brazos, se arrancaban miembros que saltaban por todas partes empapándolo todo con la sangre y las múltiples bocas sorbían y masticaban, sin descanso, en honor de su hambre.

18.1.11

Cuento

La vida es un cuento, es un cuento que sale mal. No todas las historias terminan bien, y en este caso es así. Porque la vida es así: para que unas personas sean felices, otras tienen que sufrir. No hay más, no puede entenderse de otro modo; es la terrible maldición del dos. ¿Qué dos? El de las caras. El día y la noche, el amor y el odio. Simplemente, para que unos nazcan otros mueren. Éste es el cuento de la vida.

La vida es un cuento que se debería contar. No todo va a salir como debiera. En la mayoría de los libros es diferente, al final todo se arregla. Todos acaban con quien tienen que acabar y cada cual recibe su merecido. Pero ése es el cuento que cuentan, no el cuento que hay que contar. Si pierdes a tu gran amor lo habrás perdido. Y no, no hay épicos reencuentros accidentales. No te cruzarás con esa persona otra vez en algún lugar, por casualidad. No la volverás a ver; y por si tenías dudas, no encontrarás a nadie que la pueda sustituir. Uno de los capítulos de este cuento.

En esta historia la justicia no es protagonista como en otros libros. No hay ningún héroe que vaya a salvarnos, nadie te escuchará gritar en ningún lugar. Quizá te oigan los árboles, los pájaros. Pero este cuento es diferente; aquí ellos no tienen nada que decir, porque tienen su propia existencia y la tuya les es ajena. Nadie te sentirá, nadie sabrá lo que sufres y nadie va a aparecer en el último momento. Nadie va a sacarte de esto y los responsables de todo no van a tomar una buena cucharada de su propia medicina. La gente buena no dormirá en el castillo sino todo lo contrario, entiéndelo, este cuento acaba mal.

Son muchos capítulos e imposible redactarlos todos. Es un cuento que no podría ser escrito, pero realmente pienso que es un cuento que debería contarse desde el principio.

17.1.11

Despertar

Respiró. La asfixia no le dejaba reaccionar, pero su vista se empezaba a aclarar. Algo seguía tirando y tirando. Ardía cada vez más, cada vez menos. Poco a poco podía pensar. Realmente algo salía de su interior. Eran las dudas que le abandonaban, qué doloroso, y volaban muy muy lejos.

15.1.11

[18]

¿En qué punto cambia la situación? ¿Cuándo empiezan a brillar las sombras que todos tienen en el interior? Luz convertida en oscuridad. Tinieblas habitadas en naturalidad.

¿Cuándo toma el corazón una decisión? ¿Cuándo empieza a temblar el arca más cerrada de la habitación? Compasión sin humillación. Nacimiento en la destrucción.

13.1.11

90 kilómetros

La Mesta. La diminuta aldea de sus padres. Él nunca había vivido allí, ni siquiera cerca. Pero era el lugar al que volvían todos los veranos. Con los abuelos, típico.

Pasaron muchos años y él hizo su propia familia. Se convirtió en el padre. Tenía dos chicos. Y le hacía ilusión que conociesen La Mesta. A su abuela. Porque, desde la muerte del abuelo, la mujer se había negado a bajar de allí.

Un balcón en lo alto de la montaña. Diez kilómetros acantilado arriba desde el pueblo más cercano. Pueblo que también era un lugar diminuto. Y en La Mesta no más de cincuenta habitantes, todos mayores de ochenta. Por eso él no había vuelto en tanto tiempo. Los jóvenes, los que conocía de su edad, se habían ido marchando. Lógico, allí no había nada. Sólo árboles y piedras.

Recorrió la antiquísima carretera. Un camino lo suficientemente estrecho para que no cupiesen dos coches. Cruzarse con otro, aparte de casi imposible, era peligroso. Al otro lado se hundía un abismo lleno de pinos y peñascos. El paisaje era formidable, y a los niños les encantó.

Por eso decidieron volver todos los veranos. A los críos les gustaba. Era el único rincón salvaje en que podían ser las bestias que los niños eran, en otro tiempo. Y también porque una vez, en el bosque, vieron un cervatillo. A la bisabuela le hacían feliz, casi viva en medio de la casa viejísima y helada - siempre helada, en verano y en invierno -.

En la aldea todo el mundo se dedicaba al campo, o casi todos. Había uno que había tenido un bar. Ya no lo tenía, porque eran demasiado pocos y viejos, pero guardaba algunas reservas de café y bebidas para abrirlo en ciertas ocasiones, para los amigos. Y los amigos eran el puñado de vecinos del pueblo. Lo serían hasta que La Mesta desapareciese con ellos.

Había otro tipo que tenía un taller. También lo abría sólo de vez en cuando, cada mes quizá, para hacer un apaño o dos que necesitase el tractor de algún paisano. También tenía algunos botes de pintura, pintura verde para estos vehículos.

A veces todo es cruel. Tan cruel que te obliga a creer que el destino existe. Que nada es casualidad.

Los niños eran mayores, ya eran tres. Y uno de ellos muy pequeño, lo suficientemente pequeño para beber tres litros de aquella tóxica pintura de plomo. No habría ocurrido si el taller no hubiese estado abierto de par en par, y vacío, sin ningún adulto que vigilase. Pero en La Mesta todo estaba siempre abierto, y nadie vigilaba, porque estaba lo bastante lejos de todo para ser un lugar seguro. Aunque a veces, como entonces, fuese justo lo contrario.

Lo encontraron vomitando entre los árboles, sus hermanos. Corrieron a avisar a sus padres. Pero todo es cruel, demasiado cruel para negar que hay un destino.

Qué mala suerte que ayer el coche se hubiese quedado sin batería. Y que, por ser sábado, hubiesen decidido esperar al lunes para llamar al taller. Qué infortunio que hoy, domingo, las tres o cuatro furgonetas del pueblo estuviesen fuera. Los hombres del campo siempre vigilaban sus tierras, sin importar el día.

- ¡Llama a una ambulancia! - gritó la madre.

Tardaron veinte minutos. Casi todo el tiempo la vieja carretera destartalada, montaña arriba. Luego les tocaba el mismo recorrido hacia abajo y noventa kilómetros hasta el hospital más cercano.

- Sólo puede venir un acompañante. - dijeron. Eran dos: un médico y el conductor.

La madre estaba demasiado histérica, así que fue el padre. Otra cosa hubiera sido problemática, y estuvieron de acuerdo.

- Se va a poner bien, no se preocupe. - decía el médico, en la ambulancia, mientras le metía al niño toda clase de sustancias y de cables para que resistiera.

De repente:

- ¡Mierda! - y un bum monstruoso. Se quedaron quietos.

El médico se asomó a la cabina.

- ¿Qué coño ha pasado? ¡Sácalo, Diego, joder!

El chófer pisaba a fondo el acelerador, y la ambulancia hacía esfuerzos por salir marcha atrás. Pero perdía fuerza por momentos.

Todos se bajaron del coche, incluido el padre. Por fin vieron lo que ocurría: se habían salido en una de las curvas más amplias del recorrido. Una fila de piedras afiladas les había salvado de caer al abismo. Pero las mismas rocas habían rasgado todo un lateral de la carrocería. Y pudieron comprobar, entre los jirones de acero, cómo el preciado combustible se derramaba en una herida abierta.

- Ha reventado el depósito. - dijo el chófer.

- Mierda, mierda, mierda... - el médico.

- ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? - preguntaba el padre, demasiado nervioso para enfadarse, con el niño en sus brazos.

- ¿Tiene usted el móvil de alguien que tenga coche en el pueblo o en la aldea? - preguntó el médico.

- Sí, en la aldea, pero están todos en el campo...

- ¡Da igual, llámelos también! Y antes... ¿no hay nadie en el pueblo que no haya salido?

- Sí, hay varios que tienen tractores...

- Un tractor, joder... tardará horas. - el médico se volvió hacia su compañero. - Hay que llamar al helicóptero. - luego volvió al padre - Usted, llame a quien pueda.

Es lo que hicieron.

- ¿Tardarán mucho? - preguntó el padre.

- Han dicho que unos cuarenta minutos. Usted tranquilo.

- Y... ¿no pasa nada por esperarlos aquí? ¿Podrán aterrizar?

- Aquí no pueden aterrizar, pero no pasa nada, lo subirán con una camilla. No se preocupe.

Siguieron esperando, y el niño se ponía peor por momentos. Las medicinas de la ambulancia no parecían suficientes. El padre lo agarró y lo empezó a sujetar, apretándolo fuerte contra su pecho, y llorando. Mientras sorbía el médico le puso las manos en los hombros y le mostró una sonrisa de verdadera paz:

- Tranquilo... Todo saldrá bien. Todo irá bien.

Todo irá bien. Pero a veces no puede decirse eso, cuando el tiempo corre demasiado rápido. Porque el tiempo es invencible incluso para un helicóptero. Porque parece que puede cortar el viento con sus aspas de acero, pero los minutos siguen resbalando.

A veces todo es cruel. Todo irá bien, ¿no? No se puede decir eso cuando gana la muerte, como siempre vence. Porque la muerte es incansable y el tiempo es su aliado.

Entonces llega por fin el helicóptero, y también los coches que vienen del campo acudiendo a la llamada. Vienen todos, para contemplar en silencio cómo se eleva al cielo, sin moverse, el cuerpo sin vida de un niño.

Consejos absurdos: 6

6.

Jamás confíes en nadie. Jamás significa jamás.

Es la vida

Hola, Chico, hoy es un buen día, ¿verdad? Hoy hace mucho sol, y aunque no lo necesitas te alegras de ello. Hoy es un día especial, Chico, porque tienes ilusiones. Es algo histórico, porque hacía años que no tenías ilusiones. Años, años, años. Esta mañana es diferente.

Te despiertas, estás esperando algo, tienes ganas de sentirlo, saber qué pasa. Todo ha cambiado mucho, Chico, ahora tienes fe: ahora todo puede salir bien. Ahora puede ser diferente a antes, va a ser distinto a siempre.

Y todo continúa… el mundo sigue girando en su ciclo maravilloso. Y parece que el sol brilla más y que esta noche es mejor que la anterior. Pero no es todo, aún vuelve la esperanza para calentarte y decirte que el próximo día será incluso mejor que los otros. Esperanza… esperanza, ¿cuánto tiempo sin sentir ese latido, Chico? ¿Sin utilizar esa palabra?

Esta noche duermes plácidamente. Te duermes intentando recordar cuándo fue la última vez que lo hiciste en calma segura, en absoluta paz. Que pudiste descansar tu cabeza.

Es una noche maravillosa, sí, pero luego en un sueño un pequeño detalle. O quizá en la realidad, qué más da. Y entonces los golpecitos en la ventana y miras, te despiertas, abres los ojos.

A tu alrededor está oscuro y escuchas sobre ti esa voz benefactora, esa voz infinita que te dice las cosas:

- Chico, eh… Chico. Oye, Chico, es la vida, ¿recuerdas? Todo fue mentira, nada era real. Despierta, Chico, y olvida esas ilusiones tuyas. Era lo mismo de siempre. Nada nunca es distinto a siempre.

Chico casi se pone triste al oírlo, pero entonces se levanta. Se pone los pantalones lentamente y se alegra de haberlo sabido, de haber recordado a tiempo que la vida es la vida.

12.1.11

Lucha

En ningún momento me planteé no creerla. La santera fue clara:

- Tienes un ángel negro viviendo dentro de ti.

No iba a haber viajado a aquella comarca perdida, a aquella aldea entre los bosques para no creerla.

- En tu corazón llevas escrita la huella de cientos de crímenes. De los crímenes peores, los de dentro.

- ¿Y qué puedo hacer?

- Está ese ángel negro viviendo en tu interior. Es un ser oscuro que te acabará devorando. Pero aún tienes esperanza: lo puedes derrotar.

- ¿Cómo?

- Mata lo que eres. El ángel negro morirá contigo. Y tú morirás con él. Y entonces no serás. Desaparecerás, pero nacerá un nuevo tú. Y será un tú que tendrá dentro un ángel blanco. Un ángel luminoso.

- Pero, ¿cómo voy a destruir lo que soy?

- Es duro, pero si quieres puedes hacerlo. Sólo necesitarás decisión.

- ¿Y no puedes estar equivocada?

La vieja no se indignó. Más bien reaccionó como si acabase de escuchar una estupidez:

- Las dianas y los santos no se equivocan.

Han pasado años desde que hablé con la santera en un sueño. Aún guardo esperanza. Aún imagino que el ángel negro terminará por morir, y yo con él. Y que de nuevo naceré. Y seré otro yo. Pero siempre me pasa lo mismo: mañana... pronto... algún día.

Aún sigo luchando con él. Sigo pensando que quizá pueda vencerle pero, de momento, me está ganando la partida.

10.1.11

Informe

Esto va mal, esto va muy mal. Creo que es mi último mensaje. Estamos perdidos, aislados, separados del resto de la flota. Han conseguido alejarnos y rodearnos, nos tienen completamente cercados. Nos torpedean, llegan por todas partes. Cargas de profundidad, cazas, minas. Hay explosiones, hemos perdido el control de algunos sectores, hubo que sellar varios módulos... Ahora los oficiales y los científicos están rediseñando la estrategia de envíos... el capitán está solo con nosotros en el puente de mando. Discuten estupideces, mientras nos rodean... Pero no sólo eso... hemos detectado parásitos, tenemos la nave llena de putas chinches. Nos cargamos a una esta mañana y hoy han aparecido otras dos... Y antes de ponerme a emitir fotografié a una tercera. No paran de salir jodidos monstruos... se han comido a varios hombres... Nos quedamos sin municiones y sin combustibles y han reventado el cañón principal, los generadores y el sistema de navegación. La última comunicación de la estación fue para decir que los refuerzos se han cancelado, que no tienen efectivos... Todo está perdido, vamos a morir. Vamos a morir. Es mi última transmisión. Voy a morir.

El instante

Se equivocó de salida. Fue a dar a un carreterín medio abandonado. Lo recorrió, buscando una reincorporación. Cada kilómetro se separaba de la autovía un poco más. Al fin descubrió a dónde conducía.

Pero ya no puede retroceder. Es demasiado tarde. No hay salida.

Consejos absurdos: 5

5.

Es falso que nunca es tarde. Si pasó tu momento, déjalo ir. Vale más centrarse en el ahora que perder el tiempo intentando recuperar oportunidades que no van a volver, revivir lo que quedó definitivamente atrás.

8.1.11

Las noches y los días

Los días y las noches son como una carrera eterna que siempre se pierde. Va a alcanzarte. Puedes intentar esconderte, cerrar los ojos, pero vendrá: la noche siempre viene. Primero ese azul pálido. Cada vez más intenso. Las cosas se van fundiendo en siluetas hasta que toman una vaga forma en la oscuridad. Y luego sólo miles de luces como pequeñas estrellas en la negrura del mundo. Otras bombillas como la tuya alumbrando idénticos fracasos en soledades diferentes.

Y cuando por fin el espíritu se ha acostumbrado al insoportable silencio, entonces todo lo contrario. Un rayo de sol se empeña en derramarse bajo la persiana, recorre el suelo, deslizándose trepa las sábanas empapadas y llega justo hasta tu cara, hasta tu ojo. Te obliga a abrirlo con ese dolor tan característico que es despertar cada mañana. Algo parecido a nacer y separarse otra vez del cuerpo de la madre en un impacto sangriento.

Ese sol maldito que siempre llega, aunque quieras que la noche, que al fin aprendiste a aceptar, te arrope eternamente. Para librarte de los ruidos, de las palabras, de las voces ajenas, de responsabilidades y quehaceres, de enfrentarte al mundo otra mañana, de sentirte aislado en compañía. Pero conforme la luz va templando la tierra, también tu cuerpo gana tibiedad poco a poco. El aliento ya no empaña el aire porque es cálido: vivo otra vez.

Parecía que podía ser un buen día, hoy. Pero, ¿acaso lo dudabas? Cuando las cosas empiezan a funcionar, ya está aquí otra vez la noche.

Ruego

Si acaso no existe el alma inmortal, que la ciencia explique dónde nace el dolor.

6.1.11

Consejos absurdos: 4

4.

Aprende a distinguir al que se disfraza de poeta, cuando bajo el maquillaje no hay más que un salido. Cómo distinguir al poeta verdadero del farsante, no puede explicarse.

5.1.11

Que ya me basta con mi destino
y los consejos de libros divinos
que ya me basta con estar de paso
como pa' hacer caso
de los proverbios chinos...

Daniel Higiénico,
Proverbios Chinos.

4.1.11

Esperar

- Esta semana pasada llovió dos veces sobre el Distrito 1. No podemos asegurarlo, pero quizá el nivel freático haya subido algo. Ahora hace demasiado calor, pero dentro de dos meses las temperaturas se suavizarán un poco y podremos salir a comprobarlo.

Estas fueron las palabras del ingeniero. Con este pequeño discurso nos dio la esperanza. Una esperanza mínima, por otro lado. Lo que yo llamaría, por describirlo de algún modo, una esperanza desganada. Sabíamos que seguramente no habría nada, que tal vez no serviría. Pero, ¿por qué no? Era una buena excusa para mantenerse vivo los dos meses siguientes. Un pequeño objetivo, algo que tener en la cabeza, un quehacer. Empezamos a mentalizarnos y a prepararnos.

Luego vino la travesía. Salimos todos, porque en el Distrito 10 ya no quedaba agua salvo la justa para llenar las cantimploras. La mayoría de los nuestros habían muerto en el refugio, y sobra decir que buena parte del resto murió durante el viaje. Tampoco teníamos gasolina desde el año pasado, así que hubo que caminar muchas horas bajo el sol, tapados como íbamos con las lonas reflectantes. Por la noche hacía demasiado frío y nos teníamos que detener.

Finalmente llegamos al refugio del Distrito 1. No sé cuántos quedábamos, pero desde luego ningún niño y por supuesto tampoco ancianos. Éramos muy pocos, apenas un puñado. Teníamos tan poca fe en encontrar supervivientes que ni siquiera llevábamos armas. Pesaban mucho y era poco probable que tuviéramos que utilizarlas. Aun así, yo tenía cierto resquemor, un nerviosismo cuando llegamos al lugar. El ingeniero, que falleció antes de que partiéramos, dijo que las pobres lluvias podían haber dejado algo de líquido atrapado en el suelo. ¿Quién sabe si alguna otra expedición no vendría con idéntica esperanza?

No había motivo, pues el refugio estaba completamente vacío. La arena había tapado en buena medida todas las entradas, y alrededor sólo se veía la llanura naranja bajo el cielo, también naranja, y esa especie de niebla de polvo empujado por el viento. Ni una sola nube, como de costumbre.

Trabajamos duro para apartar toda la tierra que cegaba puertas y ventanas y luego utilizamos el martillo para poder entrar. El capitán lo hizo primero. Dentro no había nada, sólo suciedad, paredes negras y mucha oscuridad. Todo estaba gris, derruido. Trastos tirados por el suelo. Parecía que habían muerto sin demasiados trámites, ni siquiera se habían molestado en intentar marcharse. Algunos de ellos aún estaban sentados en las sillas, recostados en los sillones o acurrucados junto a los portillos, mirando. Estaban hechos de la misma arena que lodaba todo, pero completamente negros. Como si fuesen de carbón.

- No hay nada de humedad en sus cuerpos. Por eso están así.

Las palabras del médico nos hicieron resoplar. Resoplamos para adentro, porque ninguno teníamos ganas de hablar ni de pensar. Pero lo cierto es que aquel sitio estaba tan seco como todo el maldito mundo. Sin más preámbulos, el capitán entró a la habitación del pozo. Al no faltar la energía solar pudo hacer que el motor funcionase, no sin insistir, dado el mucho polvo que obstruía sus engranajes. 

Activó la sonda de prospección, que empezó a descender orificio abajo haciendo un ruido escandaloso, temblando y rebotando. El sonido cada vez se alejaba más y en el cuarto sólo quedaba la polea electrónica vibrando como una avispa moribunda. Esperamos con un nudo en el pecho hasta que finalmente llegó al final. Casi pareció llegarnos un clonc lejano, pero creo que fue nuestra imaginación.

El capitán se acercó al ordenador, frotó con el brazo la sucia pantalla y, suspirando, nos miró y dijo:

- Nada, ni una gota. Ha rebotado con el fondo. Está seco.

No merecía la pena hacerla volver. Apagamos el motor y salimos fuera, sin nada que hacer. Nos repartimos por la entrada, sentándonos aquí y allá, apoyando las cabezas cansadamente en los muros del refugio y dejándonos mecer por el viento fresco que agitaba los vapores del desierto. Teníamos las bocas secas.

Nadie dijo nada, y no hacía falta decirlo. Habíamos revisado el entorno y no quedaba una gota de agua en las garrafas del almacén, ni una lata de comida en la despensa. Tampoco había humedad en el pozo, ni un mero relente que pudiésemos lamer desesperados. Yo no culpaba al ingeniero, ni creo que nadie lo hiciera. Él nunca nos dijo que habría agua, sólo que podría haberla. Y no la había, mala suerte.

Nos miramos unos a otros, mujeres, hombres, todos jóvenes porque los más débiles estaban muertos. Nuestras cantimploras estaban vacías también, se habían terminado durante el viaje; pero me parece que aún alguien estaba intentando apurar unas gotas, metiendo la lengua en la boquilla cuando yo empecé a escribir estas palabras.

Siempre pensé que cuando llegase este momento tendría algo importante que pensar, o que decir, o que albergaría grandes dudas. Ahora no sé si seremos los últimos, es posible, pero la verdad es que no me importa en absoluto. El tiempo en que esperaba grandes hechos pasó. No hay grandes cosas, sólo gente en esta misma situación en cualquier parte.

Diría que más de uno estuvo tentado de lanzar un "¿qué hacemos?" o un "¿y ahora qué?", pero después de pensarlo mejor la pregunta murió como un suspiro. El capitán fue el único que habló, también fue el último que salió del refugio. Supongo que se sentía obligado a mirarlo y remirarlo, a asegurarse de que no quedaba nada útil allí dentro.

Se sentó en el vano de la puerta, en el poyete de piedra que servía de escalón. Hundió los pies en la arena y apoyó los codos en las rodillas, resopló y empezó a mirar en torno suyo y sudando como un cerdo. Jadeó bastantes veces, buscando fuerza para hablar, forzado como estaba a decir algo para que la cosa no terminase sin una despedida.

- Pues ahora... a esperar.

Y es lo último que dijo. Lo último que dijo nadie. Porque no hemos vuelto a hablar y no creo que nadie quiera despegar los labios.

Esperar, sólo esperar. Esperar que todo pase, que termine por fin esta locura. Esperar la muerte.

Advertencia


En este blog no rige la Ley Antitabaco. Los personajes de mis cuentos van a seguir fumando en los bares, y lo harán mientras yo escriba. Lo siento si os molesta el humo.

Débil

Siempre nos juramos olvidarnos. Pero sólo queremos destruirnos. Y aunque en principio nos evitamos, terminamos por rendirnos. Sin importar qué nos humillamos, ni qué daño nos hicimos. Ignoramos el dolor pasado y nos unimos, siempre. En esta enfermedad perversa que va a matarnos... sin que nos importe.

2.1.11

El amor rompe el corazón, el odio lo fortalece.

El Ciclo de la Puerta de la Muerte.

Los incendios

Muy poca gente sabe que los incendios no ocurren por casualidad. Que no son un invento perverso del hombre. Que tienen una razón. Pero cuando el bosque duerme, colapsado, ocurre. Año tras año las lluvias verdean la tierra gris. Brotan más y más matorrales. Luchan unos con otros, se enredan, trepan. El Mediterránaeo se ocupa de traer la humedad y el sol de tostar. Las encinas extienden sus ramas con los siglos, creando la penumbra eterna - y es falso que a la sombra nada crece - allí florecen diminutas selvas de hongos, los frutos de los arbustos reptantes. Los conejos hacen sus madrigueras entre las raíces, las acacias se salpican de avisperos y colmenas, caen las enredaderas como lianas. Los ciervos se preocupan de desbrozar sin dar abasto, luego alimentan con sus cuerpos la tierra. Al final hay demasiado ruido, muy poco espacio. La vida bulle, el aire se colapsa, falta el oxígeno y el alma que dormita en el bosque no puede respirar.

Cuando los vapores son ya insoportables y nada puede entenderse en medio de la confusión, se produce el incendio. Una chispa absurda, un roce miserable, una hoja puesta al sol el tiempo suficiente. Todo arde. Los animales huyen, los matorrales mueren, las encinas se derrumban. Se desploma la floresta con gran estruendo. El humo lo cubre todo. Y después, el desierto. Silencio y calma infinita.

Se mueve el cielo en estaciones, viene el hielo del invierno a quebrar la tierra y luego, sobre sus heridas, la lluvia. Otra vez, la vida.

Es por esto, por la paz, que ocurren los incendios.