29.9.10

Visión submarina

Después de muchísimos años de estudio, el temerario explorador logró reunir todos los componentes. Leyó hechizos, ejecutó fórmulas y, por supuesto, frotó la antiquísima lámpara sagrada.

No debió pedir lo que pidió, pero el Genio estaba obligado a cumplir cualquier deseo. De forma mágica se vio de repente en el fondo del mar, y comenzó a bucear. Había perdido su sombrero y se embelesaba flotando entre las miles de burbujas que salían de su boca, pero una fuerza sobrenatural le permitía respirar. Casi le cegaba la espuma y en torno a él sólo veía la inmensidad del azul.

Conforme avanzaba fueron sucediéndose profundos cañones submarinos, insondables abismos desconocidos, espesas junglas de algas ondulantes como olas.

Finalmente empezó a revelarse la dimensión de lo fantástico y tras las vastas extensiones de ruinas de naufragios emergieron las ciudades sumergidas, las legendarias tierras de mundos olvidados.

Recorriendo los esqueletos de edificios imposibles el explorador buceaba y buceaba, entre los esqueletos de edificios, sobre las plazas repletas de corales.

Al fin llegó a un lugar donde, entre altísimas columnatas y a una profundidad que sólo se podía imaginar, un pórtico tallado en los más insospechados materiales preciosos del submundo tenía en su centro el cristal de una burbuja. Una claraboya con la imagen que había pedido.

Y allí la vio a ella, con él. El calor del hogar que nunca tuvo y la compañía de sus hijos que no nacieron, el esplendor de la vida que no vivió.
Vio el hueco que siempre tenía en la cama junto a ella, las incontables noches haciendo el amor y la existencia compartida hasta el último suspiro satisfecho.

Se había preguntado cómo hubiera sido, y cuando miraba hacia el cielo intentando encontrar un vestigio de la luz del sol al otro lado de la enormidad comprendió por qué el Genio, lleno de piedad, había accedido a su deseo sólo a regañadientes.

25.9.10

Como acecha la araña

La hormiga permanece en la linde que separa el suelo del tabique, en la estrecha hendidura donde se une el azulejo a la pared. Una mitad del patio está bañada por el sol, la otra por la sombra. Y en la línea que divide los dos mundos, ahí aguanta la reina joven, estoica.

La gran hormiga señorial, en su pugna sedienta por sobrevivir, retrocede un palmo cada vez que el sol gana terreno. Escondiendo la cabeza en el musgo que la lluvia trajo para encontrar frescor, pierde la nobleza de su condición convirtiéndose en un insecto más. Quizá, a la noche, pueda caminar por ahí y excavar en la tierra el lugar privilegiado que le corresponde.

La mañana avanza y pasa la tarde, y el sol en su recorrido pronto lo bañará todo. Un destello incendia la dura y negra piel de la hormiga, que sigue cediendo y cediendo. Y en su retroceso se acerca cada vez más a la última esquina del pequeño patio, al rincón donde el canalón desciende y va a desembocar sobre el sumidero.

En su huida lenta y serena, paciente, la reina se acerca a su perdición sin saberlo. Porque bajo el pie de la cañería, donde la oscuridad eterna y la humedad ha generado líquenes y hongos diminutos, invisibles, en la minúscula e inadvertida pradera se oculta la araña saltadora.

Como la leona repta al amparo de la hierba alta esperando que se acerque la gacela, así en el micromundo se repite idéntica escena. Velada por la pradera espesa del humus microscópico, la araña también acecha, al igual que el felino busca alimentar a sus crías, ella quiere nutrir sus miles de insignificantes huevos. Y donde el gran gato pone los bigotes ella fija sus ocho ojos, esperando. Paciente. La reina se acerca. No habrá reino para ella.

Así, como la araña acecha, espero yo que el tiempo me traiga mi momento. Pero, ¡qué triste paradoja! Depredamos. Y sin saberlo, como la hormiga, salvamos un instante para perder la eternidad entera. Como la reina sin reino, le ganamos al sol un momento y le cedemos a la muerte, sin saberlo, el resto.

22.9.10

Nuestro destino es desaparecer

Escuché una canción. Era un idioma ancestral, una reliquia que por obra de algún milagro sobrevive hoy.

Pensé en el tiempo en que países enteros hablasen aquel idioma, generaciones viviendo con esas palabras, sus recuerdos e historias, sus canciones y leyendas. Y hoy no son nada. Un pedazo del pasado en medio del mundo.

Nuestro destino es desaparecer. No seremos la primera generación que se piensa última sobre la tierra. Que llegue a cumplirse o no escapa a nuestro control.

Qué triste haber pasado el punto de no retorno y alcanzado el momento en que nada tiene sentido, en que no sabemos qué pasa ni porqué, presos de una tribulación que no sujetó a ninguna edad de los hombres hasta nosotros.

Si somos personas o dejamos de serlo, si seguimos en el mundo o ya hemos muerto. Sin entender nuestros propios idiomas ni lo que somos, ni lo que hacemos.

Que habría grandes conmociones y desastres era lo único que teníamos claro y lo único que aún apreciamos. Y yo sólo deseo que pase este momento terrible, como quieren los niños que pase la noche oscura y que llegue la mañana.

Que pase el instante espantoso y por fin cumplir nuestro destino: desaparecer. De una vez, que entre todos los hombres tuviéramos que ser nosotros los que atravesásemos esa puerta es sin duda mala suerte.

Pero aun así lo deseamos: desaparecer. Ya es hora, ya queda poco, será el momento. Entre humo y fuego y miedo, desaparecer, cumplir nuestro destino.

20.9.10

Dios nos ha abandonado


Escribo esto después de llegar a la terrible conclusión que aun muchos nunca alcanzarán, otros están por asumir y otros lo hicimos ya. Para los creyentes como yo se ha hecho inevitable rendirnos a la dolorosa pero clara evidencia: Dios nos ha abandonado.

Cada vez somos más los que rezamos: los musulmanes en sus mezquitas sinuosas, los judíos en sus literarias sinagogas y los cristianos en la serenidad de las iglesias. Fuera del templo se escuchan los disparos de los que no creen y siguen combatiendo para combatir a nadie sabe qué.
Las calles se llenan de profetas de todas las palabras, multitudes que se agolpan en los parques y las plazas escuchando en busca de un último aliento de esperanza. Ahora sabemos que honrábamos todos al mismo Dios, lo habíamos estado haciendo así desde el principio. Lo sabemos porque hemos llegado todos a la conclusión triste que acepto hoy.

¿Cuándo nos dimos cuenta? No sé en cuál de las innumerables guerras, horrores y tribulaciones, en qué punto de los inacabables fusilamientos masivos, los camiones llenos de personas, los trenes atestados de cadáveres o las multitudes recorriendo carreteras en incontables kilómetros de penas y de hambrunas.
Hoy no puedo distinguir en el cielo el rojo del sol del naranja de las bombas, y la belleza hiriente de los incendios me tapa al Dios al que esperé. Las ciudades son un lecho de esqueletos grises abarrotado de muchedumbres desamparadas.

Ojalá pudiera parecerme a los que no creen, a los que siguen armándose, portando en sus manos los fusiles y en sus bocas los cuchillos. Ellos nos acusaban del mayor de los fanatismos pero ahora son los únicos que siguen leyendo la escritura de las guerras porque nosotros, conscientes del destino al que nos abatimos, ya sólo encontramos amparo en la oración inútil.
No recuerdo ya en nombre de qué ni contra quién lucha cada cual. Hubo un día en que sabíamos que se trataba de asuntos económicos, colapsos financieros, crisis energéticas, debacles alimentarias. Nuevas ideologías políticas y nuevas estrategias militares nos llevaron a esto mientras los cimientos del mundo los roían las masas de desarrapados atizados por las calamidades.

Ahora ya da igual. La iglesia está completamente pelada, sólo le queda la roca dura y fría. Todo es gris alrededor y, como se acabó el petróleo, nos alumbramos con velas. Debemos parecernos a los primeros de entre los nuestros.
Siempre llueve y se escucha el crujido de los abrigos de plástico empapados de todos quienes van entrando en silencio y de los que ya estamos dentro. Pronto no cabremos.

¿Por qué sigo rezando? Sé que Dios se ha olvidado de nosotros, que no le interesamos, lo aprecio cuando intento percibir el color del cielo en algún resquicio entre las miles de manos que se elevan hacia él. Esas manos unidas a un cuerpo, cada uno sin su alma dentro porque todo lo que ha pasado se la ha llevado. Y si ha ocurrido es porque a Él sin duda no le importa.

Ojalá pudiera parecerme a los que no creen. La noche brilla más que el día, porque la oscuridad del firmamento hace más ardiente la luz de los bombardeos y el fuego que arrasa miles de ciudades y hectáreas interminables de hogares calcinados. Los amaneceres son lilas, verdes, amarillos fosforescentes, colores que nunca pudimos imaginar. En un mundo que no supimos imaginar. Hubiera parecido imposible.
Quizá fuimos alejándonos en el momento en que cada vez nos parecimos menos a nosotros mismos, en que dejamos de ser poco a poco personas para convertirnos en lo que somos ahora. ¿Cuántos kilómetros me separan del campo libre, de los bosques, de las aguas? ¿Cuánto tendría que andar sorteando los hectómetros de asfalto y las montañas de cadáveres para llegar a pisar tierra blanda? ¿Qué saben mis pies de lo que es recorrer las distancias caminando o sobre el lomo caliente de un caballo? Lo olvidé hasta que los coches dejaron de funcionar... ¿Qué le esperaba a la familia que vivía en lo alto del rascacielos, a cientos de metros del suelo en que nació hasta que las torres se hundieron del todo?

¿Qué somos ahora? ¿Qué somos...? Lo pienso mientras miro el horizonte y rezo, y rezo, y las manos por miles son un velo que tapiza la oscuridad del cielo y abajo la luz en la línea que recorta el horizonte y separa la tierra del Universo. Es precioso, es precioso... Quién hubiera conocido la belleza incomprensible de las bombas. Seguramente la belleza de la ira misma de Dios, del Dios que nos abandona.

Ojalá pudiera ser como los que no creen, para no tener fe... Ojalá pudiera ser así para no saber que Dios existe y no le importamos.

imagen | Luc Viatour

18.9.10

Un pato muerto

El profesor se hubiera fijado en la espléndida puesta de sol que se mostraba al otro lado del amplio ventanal, tiñendo de naranja el cielo, si no hubiera estado absorto en el estudio de todos aquellos documentos que empapelaban su mesa.

Comprobaba páginas, revisaba fotografías, tomaba buena nota de todo y de vez en cuando se frotaba bajo las gafas los ojos cansados, aburrido pero concentrado. La luz iba languideciendo alrededor y de repente, ¡bum! Algo había golpeado la ventana.

Impactado, el viejo profesor se levantó arrastrando la pesada silla y franqueó las extensas cristaleras hasta la puerta de madera que daba a los jardines. ¡No podía ser! Qué lastima... que uno de aquellos preciosos ánades reales que por allí solían acudir se hubiese golpeado contra el cristal, quizá, creyendo abierta la ventana. Pero, ¿podía ser?

Parecía que otro pato había estado persiguiendo al siniestrado. Ambos habían golpeado el vidrio, pero sólo uno había sobrevivido.

Alucinado, el profesor observó cómo el superviviente examinó durante unos minutos el cuerpo sin vida de su compañero. Intentó en cierto modo estimularlo, sin obtener - obviamente - ninguna respuesta. Después de esto comenzó, sin pensarlo un segundo, a fornicar con el cadáver de su difunto amigo.

17.9.10

Mariposas

El campo estaba pleno de luz a mediodía. A ambos lados del camino crecía la hierba altísima, frondosa, repleta de ruidos por el viento intenso, encendida de brillos por el sol caliente.

Entre los tallos y las flores surgió la mariposa volando torpe, grácilmente. Agitaba sus alas con toda la fuerza de que disponía, subía y bajaba y volvía a subir. Quería llegar al sol, al azul inmenso. Quería cruzar el camino y sumergirse en la maleza, en los néctares y pólenes, en las hebras finas y húmedas del matorral mullido, en la selva diminuta y escondida del romero y el tomillo.

Volaba y volaba, era un diminuto cristal blanco que recortaba el negro del suelo reflejando el sol. Lo lograba, lo lograba y recordaba mientras tanto, ¡cuántas noches y mañanas de arrastrarse como oruga en interminables estaciones! Cuántas briznas de hierba devorada, rebuscar de brotes tiernos entre los surcos gigantescos y enterrarse al abrigo del barro oscuro para esconderse de los pájaros.
Qué silencio y quietud y soledad inabarcable en la intimidad como crisálida, tras los años lentísimos de reptar y masticar. El viento golpeando contra el fragilísimo capullo como un recuerdo que una vez soñó, y meses, y meses...

Y luego por fin la libertad. El momento de romper el esqueleto y lentamente extender las alas diminutas, poderosas. Salir volando, nacer otra vez tras morir, pasar una segunda infancia rapidísima creciéndose y jugándose. Con sus compañeras, revoloteando, nadando en la luz lechosa de la mañana, buscando incansable a la hembra en la contrarreloj definitiva. Un tiempo tan breve para volar, después de esperar tanto...

Por fin se dobló el tallo blandamente por el peso de las dos criaturas insignificantes sobre el árbol viejo. El agitar de alas, el voltear de cuerpos en un círculo absurdo y nervioso. Y ya abdomen con abdomen, tórax con tórax, el amor huidizo, secreto, prisoso. Dos desconocidas recién nacidas entre coles, dos desconocidas haciendo el amor entre las flores. Y los vapores embriagantes de los néctares las envolvían. El humor espirituoso de las savias las bañaba.

Recordaba, ¡y volar, volar! Contra el sol, más alto, más alto. Ella seguiría buscando, agotando el tiempo, apurando el suspiro de poder ilimitado que dan las alas tras una vida interminable de arrastrarse entre líquenes y musgos. Volar, volar, el sol atravesando las alas blancas, transparentes, el sol traspasándola como si su cuerpo fuera cristal, puro papel, aire en realidad. El sol, penetrándola, llevándose una parte de ella al suelo negro y duro, repartiéndola en el viento, en el aliento mismo de la Creación... eso es volar, ¡volar!

Volar... y de repente, ¿qué fue? El huracán, un suspiro más, una bocanada de aire como unos labios que se abren para hablar y callar de repente... oscuridad, la caverna.

Volar, volar... es aire, es sólo aire... ¿era un trozo de papel? ¿O era realmente una mariposa lo que vi frente a mí? A unos metros, dejándose llevar...

No puedo creer que realmente haya podido verla... papel...

Las mariposas vuelan al atardecer, apurando el tiempo que se acaba como el sol se pone para ellas. Las mariposas blancas como brasas que se apagan en la inmensidad del firmamento, y en la lejanía se escucha el trueno de un coche oscuro que se aleja.

14.9.10

Tercera Guerra Mundial

Día 1: Rusia lanza las bombas.

Día 2: Respuesta de los Estados Unidos.

Día 3: Todos han muerto.