La hormiga permanece en la linde que separa el suelo del tabique, en la estrecha hendidura donde se une el azulejo a la pared. Una mitad del patio está bañada por el sol, la otra por la sombra. Y en la línea que divide los dos mundos, ahí aguanta la reina joven, estoica.
La gran hormiga señorial, en su pugna sedienta por sobrevivir, retrocede un palmo cada vez que el sol gana terreno. Escondiendo la cabeza en el musgo que la lluvia trajo para encontrar frescor, pierde la nobleza de su condición convirtiéndose en un insecto más. Quizá, a la noche, pueda caminar por ahí y excavar en la tierra el lugar privilegiado que le corresponde.
La mañana avanza y pasa la tarde, y el sol en su recorrido pronto lo bañará todo. Un destello incendia la dura y negra piel de la hormiga, que sigue cediendo y cediendo. Y en su retroceso se acerca cada vez más a la última esquina del pequeño patio, al rincón donde el canalón desciende y va a desembocar sobre el sumidero.
En su huida lenta y serena, paciente, la reina se acerca a su perdición sin saberlo. Porque bajo el pie de la cañería, donde la oscuridad eterna y la humedad ha generado líquenes y hongos diminutos, invisibles, en la minúscula e inadvertida pradera se oculta la araña saltadora.
Como la leona repta al amparo de la hierba alta esperando que se acerque la gacela, así en el micromundo se repite idéntica escena. Velada por la pradera espesa del humus microscópico, la araña también acecha, al igual que el felino busca alimentar a sus crías, ella quiere nutrir sus miles de insignificantes huevos. Y donde el gran gato pone los bigotes ella fija sus ocho ojos, esperando. Paciente. La reina se acerca. No habrá reino para ella.
Así, como la araña acecha, espero yo que el tiempo me traiga mi momento. Pero, ¡qué triste paradoja! Depredamos. Y sin saberlo, como la hormiga, salvamos un instante para perder la eternidad entera. Como la reina sin reino, le ganamos al sol un momento y le cedemos a la muerte, sin saberlo, el resto.
La gran hormiga señorial, en su pugna sedienta por sobrevivir, retrocede un palmo cada vez que el sol gana terreno. Escondiendo la cabeza en el musgo que la lluvia trajo para encontrar frescor, pierde la nobleza de su condición convirtiéndose en un insecto más. Quizá, a la noche, pueda caminar por ahí y excavar en la tierra el lugar privilegiado que le corresponde.
La mañana avanza y pasa la tarde, y el sol en su recorrido pronto lo bañará todo. Un destello incendia la dura y negra piel de la hormiga, que sigue cediendo y cediendo. Y en su retroceso se acerca cada vez más a la última esquina del pequeño patio, al rincón donde el canalón desciende y va a desembocar sobre el sumidero.
En su huida lenta y serena, paciente, la reina se acerca a su perdición sin saberlo. Porque bajo el pie de la cañería, donde la oscuridad eterna y la humedad ha generado líquenes y hongos diminutos, invisibles, en la minúscula e inadvertida pradera se oculta la araña saltadora.
Como la leona repta al amparo de la hierba alta esperando que se acerque la gacela, así en el micromundo se repite idéntica escena. Velada por la pradera espesa del humus microscópico, la araña también acecha, al igual que el felino busca alimentar a sus crías, ella quiere nutrir sus miles de insignificantes huevos. Y donde el gran gato pone los bigotes ella fija sus ocho ojos, esperando. Paciente. La reina se acerca. No habrá reino para ella.
Así, como la araña acecha, espero yo que el tiempo me traiga mi momento. Pero, ¡qué triste paradoja! Depredamos. Y sin saberlo, como la hormiga, salvamos un instante para perder la eternidad entera. Como la reina sin reino, le ganamos al sol un momento y le cedemos a la muerte, sin saberlo, el resto.
Una preciosa metáfora en forma de cuento... ¡Genial!
ResponderEliminarGracias. :)
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