9.11.13

La última luz

No sé cuánto tiempo llevaba siguiendo esa luz. Rodeado por la más absoluta oscuridad, era lo único que marcaba mi camino. Era lo único que me mantenía despierto. Aún más: era lo único que sostenía mi existencia. Perdido en lo profundo de las tinieblas, todo lo que podía conseguir era acercarme a esa luz. La luz.

De repente, casi sin darme cuenta, la luz se apagó. Ni siquiera aprecié cómo se extinguía su brillo. Sólo parpadeé, miré dos veces y ya no estaba.

Como un pájaro enjaulado que echa a volar, se marchó para siempre la última esperanza.

Ya no queda nada. No hay ninguna luz. Sólo la oscuridad.

5.11.13

La arboleda

El jinete vislumbró un tramo donde el sendero cruzaba una pequeña arboleda. Al principio de la misma había un promontorio que sostenía cuatro o cinco pinos gigantescos, todos muertos. Las ramas secas se extendían como los travesaños de un edificio ruinoso, y de cada una pendía la soga de un ahorcado. Serían un total de quince o veinte.

Mientras el caballo, aburrido, arrastraba los cascos hacia la fila de árboles, el viajero se preguntaba qué camino seguir. Cuando estaba cerca resolvió torcer en dirección oeste y dar un rodeo campo a través.

No es que le importara. Sabía que en aquella arboleda no habría nadie. Debieron marcharse hacía tiempo, y no revestía por tanto peligro alguno. Pero, sencillamente, no le apetecía pasar por allí.

A pesar de ello no separó la mirada de los cadáveres hasta que los perdió de vista. Los observó recortados contra el cielo gris de nubes, negros como sellos de tinta, basculando mansamente al albur del frío y débil viento. Emitiendo sólo un crujido que callaba incluso el zumbido de las moscas, y que él olvidaría al cabo de unos metros.