28.5.10

El último final


En este preciso momento, mientras estas palabras se escriben solas cruzamos para siempre la puerta que separa el Cielo del Infierno. Qué tranquilidad les entra, qué serenidad fantasmagórica les queda a los hombres cuando comprenden que en esta vida nada importa. Cuánto se parece su calma misteriosa a la paz silenciosa de los muertos.

Por fin lo hemos entendido, por fin asumimos que hemos terminado, que este es el último final. Hemos comprendido que ya no somos nadie, que se nos murió la ilusión engañosa, que zozobraron los sueños y blandamente se estrellaron apenas al despegar.

Todo empezó en el calor del pensamiento y la aventura y termina por fin en la normalidad absoluta y mortecina. El recuerdo vibrante de lo vivido quedará, la primera noche de múltiples puertas y descontroladas idas y venidas, los sucesivos meses de vigilia bienvenida y los novecientos días de escaleras.

El humo de mil cigarros en el viento y su ceniza perdida en kilómetros de tierra se lleva el tiempo irrecuperable, las esperanzas vanas, los mentirosos deseos. Todos los errores se declaran y se muestran ahora con su verdadero rostro.

Por fin comprendimos que todo podía salir mal y que salió mal, que pensar lo contrario fue siempre inútil, que desde el principio estaba todo ya sellado y que finalizó antes de empezar.

Las simpatías iniciales convertidas en posteriores enemistades evidentes, tres por cuatro calles, cada uno una vida y un destino separado y solitario, perdido en los derroteros de nudosas carreteras, en mapas interminables, mil noches de agonía y una ciudad inmemorial abandonada en el centro de la llanura inabarcable.

Todo podía salir mal y salió mal, y por fin cruzamos la puerta que separa los dos mundos, que delimita el fin de la eternidad y el inicio de lo que hoy es futuro y después presente inerte e inmutable, y otra vez volverán a separarse los caminos y habrá que elegir, y entonces Dios tal vez me dirá si hay un sitio para mí en su paraíso.

Aunque estés viva

Sé que sigues viva, vivita y coleando. Que aún te paseas, que recorres las calles, las vidas de la gente incluso, a veces, que visitas mi cabeza. Sé que estás tan viva, que aún eres fría, intensa y tierna, me lo cuentan, que aún existes, que aún eres fuerte, que perdura tu presencia. Pero en mi cabeza estás muerta.

Muerta, aunque estés viva, muerta, aunque te recuerde, muerta, aunque te piense. Aunque el blanco de tu piel siga consumiendo la tierra, aunque el suave de tus pies haga estremecer la hierba, aunque el rubio de tu pelo vuelva negra la cerveza. En mi cabeza estás muerta.

Tienes una tumba en mi corazón, sola para ti, para que la habites, con todo mi dolor, todo de golpe. Aunque estés viva, aunque me duelas, aunque te añore, aunque te sueñe, aunque me inspires, sé que estás muerta, muerta en mi cabeza, enterrada muy profundo junto a aquel pedazo de mi alma.

21.5.10

Resultado

A veces, cuando me esfuerzo mucho, logro permanecer en el sillón hasta que pierdo los brazos y las piernas. Me produce una satisfacción conseguirlo: desaparecen mis extremidades y la cabeza poco a poco se me une al cuerpo, la cintura se ensancha hasta que se disuelven mis caderas.

Cuando quiero darme cuenta una película viscosa y como húmeda ha envuelto mi cuerpo, primero el tronco, luego lo que de mi cráneo queda. Veo que soy blando, informe e indefinido y comienzo a escurrirme butaca abajo dejando tras de mí un brillante reguero de baba.

Caigo al suelo como cansado, como desplomado y quien me viera diría que lo paso mal pero soy feliz. Pienso que resulto repugnante y cuando comienzo a resbalar sobre el piso observo entusiasmado que me han salido antenas.

Con ellas voy palpando y así encuentro mi camino hacia algún escondido agujero donde me ocultaré, en medio de la más absoluta oscuridad y la viscosidad de las paredes para hacerme uno con la humedad de lo podrido y alimentarme con el hedor del detritus. Soy un gusano.

Holocausto fórmico

Parecía un día normal en el mundo subterráneo, pero no lo era. Primero una inundación vino del cielo: como si un mar invisible se hubiese roto en el aire el agua penetró en cantidades bíblicas a través de la puerta de la ciudad. Recorrió todos los pasadizos, las calles innumerables repletas de gente que corría asustada sin poderse esconder, sin logar huir para terminar sumergida en las galerías, repentino laberinto submarino. ¡Proteged a la reina! Exclamaban.

Se trataba de evitar que la inundación alcanzase los aposentos de la gran soberana. Y a punto estuvo de asfixiarla: sus cortesanas fueron todas ahogadas por el torrente, como los eunucos y los efebos, los soldados y los mayordomos. Todos exangües en medio de los pasadizos, flotando como espectros en la oscuridad. ¡Las guarderías, las guarderías! Ah, aquello fue lo peor.

Pronto todos los ciudadanos que lograron sobrevivir emergieron, tosiendo y boqueando, al mundo exterior. Atravesaron las puertas de la ciudad y llevaban con ellos víveres, bienes y personas, a los viejos y a los niños. Cargaban las mujeres, flanqueadas de soldados en hileras, con los bebés empapados. Y ocurrió el desastre: una cuchilla flexible pero mortífera, de una suerte de material plástico, caía del cielo y aprisionaba a los torturados personajes, decapitándolos. Aplastaba a los bebés, deshaciéndolos.

Y así se desparramaron los habitantes de la ciudad subterránea sobre la superficie, huyendo de la catástrofe, desperdigándose y desapareciendo. Y los que no murieron perdidos en la selva de troncos verdes, flexibles y altos, habitada por las criaturas y las gentes del bosque misterioso - y contra aquellos seres los ciudadanos nadie eran por separado - los que no perecieron bajo el sol impávido o por el frio de la noche quedaron ahogados cuando una segunda tormenta, enviada por nadie sabe qué Dios enloquecido, cayó como un desagüe por la puerta de la ciudad arrastrando todo a su paso.

19.5.10

Libertad

La civilización occidental - es decir, europea y sucedáneos - es la única que ha consentido la expresión de las libertades individuales, fundamentalmente, de pensamiento y sexualidad.

Muchas otras culturas ven en esto una degradación y consideran a la europea una sociedad "sodomita". Dentro de Europa resulta paradójico comprobar que tantas voces defienden esta forma de pensar afirmando que, contra lo que podamos creer, esta expresión de las libertades es inherente a nuestra identidad y no tiene por qué ser, necesariamente, extensible a otras civilizaciones.

Esto cae por su propio peso: si recordamos que la cultura occidental, en tiempos pasados, no tuvo diferencia en la supresión de las libertades con cualquier otra sociedad existente en el día de hoy. También Europa era un territorio de mujeres anuladas hasta la eliminación, de hombres como esclavos sin voluntad, pensamiento ni voz posible.

Si los padres revolucionarios de las democracias europeas hubiesen considerado esa realidad "respetable" por motivos "religiosos", "étnicos", o "culturales" y hubiesen decidido tolerarla en pos de la diversidad - ¡gran insulto a la inteligencia! - ay, la Revolución Americana nunca se hubiese producido y, por tanto, tampoco la Francesa. Y actualmente seguiríamos trabajando de sol a sol, sirviendo a un Rey que lo es por voluntad divina y pagando puntualmente diezmos a la Iglesia.

Pretender que el resto de culturas no necesariamente tienen que ser liberales, sino que culturalmente se les debe respetar el derecho a vivir en servidumbre y opresion constante, entonces estamos afirmando que la esclavitud es tan natural como la libertad; y por tanto estamos negando el más importante principio de la dignidad humana: que lo natural en el hombre es ser libre y que si no se es libre, no se es hombre, con independencia del suelo en que se viva y el dios al que se rece.

La mujer promiscua

Se suele llamar promiscua a la mujer que ha decidido hacer uso de su libertad personal. De esta forma, podemos entender que el mismo concepto "mujer promiscua" es una idea construida artificialmente por los órganos de poder con el objetivo de someter a las mujeres y convertirlas en esclavas, en seres sin voluntad.

Y si alguien decide que esto puede entenderse por motivos culturales o religiosos podemos argüir que pervive un espíritu fascista encubierto. Cualquier otra justificación es filosofía de la cancamusa.

La planta

No podía entender que la planta hubiese crecido ahí, entre la chapa y el cristal. Al borde de la ventana, un filo tan estrecho que ni una pluma se sostendría. Y sin embargo ahí estaba, enhiesta, tenaz, verde y maciza pugnando por surgir, trabajando por seguir. Por ser.

La plantita ahí seguía, creciendo, arraigando, arraigando en algún lugar imaginado porque no existía tierra ni suelo, ni espacio entre el aluminio y la pared. Probablemente moriría, pensaba él. Una tormenta, o los insectos, o los rayos del sol en un instante, terminarían con la insignificante muestra de vida que había logrado surgir con tanto tiempo de esfuerzo. La misma falta de terreno y agua podían destruirla. Pero daba igual.

Él no podía entender nada de esto, y cavilaba, y sabía que la planta moriría. Pero no le importaba porque sentía un mundo hundirse, sentía un universo desaparecer, y sabía que venía un amanecer nuevo y mientras tanto, en la muerte de esa plantita, miles de otros lugares absurdos veían florecer la inesperada victoria de la vida diminuta e impredecible, triunfante.

13.5.10

Quiero ser

Yo quiero ser humo, para matar al aire, que te toca libremente - y yo no te tengo -. Yo quiero ser lluvia, para matar al fuego, que calienta tu piel en las noches de invierno. Quiero ser tormenta para derribar el techo que te abriga cuando duermes y que cubre tu cuerpo. Quiero ser sequía para matar al río que humedece tus labios mientras yo estoy sediento.

Si no he de tenerte, si no he de ser contigo, que se muera el universo, que se hiele el estío. Si mi vida no es más tuya, si vagaré en tu vacío, que me los encadenen a todos, que me los llevo al abismo.

Yo quiero ser incendio para matar al bosque, que susurra entre tus ropas el lenguaje de las flores. Quiero ser muralla para cortar el viento que descoloca tu melena - y yo ya no agarro tu pelo -. Quiero ser tijera para desgarrar los vestidos, malditos, que sujetan y que encierran tus pechos. Quiero ser oscuridad para enterrar al sol que desata en tu piel la tormenta y el calor.

Si no te he de tener, si seré tu ausencia, que se apague el infierno, que arda el invierno. Si tu vida no será mía, si me abrazaré a tu abandono, que se vengan conmigo todos a la pesadilla y la decadencia.

Quiero ser negrura para esconder el blanco deslumbrante de tus caderas. Yo quiero ser frío intenso para que se muera el vapor que te envuelve en la bañera. Quiero ser pudor que mate tu desnudez, ceguera incurable para que el espejo jamás refleje tu altivez. Quiero ser locura para matar a la razón profunda que generó tu perfección; yo quiero ser parálisis para asesinar al tacto, y que nadie ya más nunca sienta tu espalda y tus manos.

Si por siempre seré pesadilla, si en el infinito seré sufrimiento, quiero ser un dios para hacer esclavo al tiempo. Si viviré años interminables enfermo de tu despedida, que el tiempo me haga muerte, que me lleve de esta vida.

9.5.10

Si estuvieras aquí

Ojalá estuvieras aquí. Si estuvieras aquí, podríamos hablar. Empezarías diciéndome, por ejemplo, cómo andaste tu camino a la eternidad. Cómo lo encontraste, de dónde sacaste el sendero inexistente que te llevo al insólito lugar en que descansas, al lecho desde el que nos miras.

Podrías decirme en qué minuto me perdí, cuándo equivoqué el sendero. Podrías decirme en qué segundo enfermé, cuándo me entró la infección incurable, cómo se consumó la peste irrecuperable. ¿Qué ola me volcó, qué átomo minúsculo fue el corrupto y canceroso que falló, que me inundó, que dibujó la imagen escondida y miserable, putrefacta, del detritus? ¿En qué piedra tropecé, en qué olvidado cajón dejé mi mente, mi alma, por qué caderas infinitas me traicioné?

Ojalá estuvieras aquí para decirme dónde estás, desde dónde nos miras. Viejo, viejo diablo. Ojalá estuvieras aquí y me dijeras dónde estoy, en qué desangelado desierto. Dónde se ubica la llanura interminable que me rodea, dónde huden sus raíces las acacias ancestrales, pintadas, sombras en el papel. Podrías decirme cómo he llegado hasta aquí. Cuántos escalones he descendido hasta alcanzar el lugar donde no veo la luz.

Si pudiésemos hablar, viejo coyote. Me podrías decir qué intrincados trapicheos te jugaste para dárnosla a todos. Cómo te apañaste para engañarnos y salirte con la tuya, y salvarnos a un tiempo viejo, viejo brivón. Podrías decirme qué tengo que hacer, si hay un camino para mí. Si alguna otra escalera me puede llevar al sitio del que vine, al punto en que se trabaron mis pies.
¿Habrá un conejo blanco que me guíe con prisas en medio de la oscuridad, a través de mi propio mundo subterráneo? ¿Habrá una tumba que se abra, resucitaré como un cuervo siniestro, luminoso e inmortal? ¿Podrás contarme todo eso?

Podrías decirme quién eres. Podrías decirme quién eres, pedazo de esplendor clásico, turba medieval, exiliado de los sesenta. Podrías contarme cómo te ríes de nosotros mientras nos esperas, mientras esperas que dejemos de darnos cabezazos, de pegarnos con todo, mientras te aburres esperando que abramos los ojos y dejemos de hacer el idiota, que nos dediquemos a buscar a alguien a quien tomar del brazo para ir debajo de los arbustos y hacerlos vibrar, y temblar la tierra.

¿Estaré yo allí? ¿Habrá un hueco para mí en ese lugar? Donde pueda descansar, por fin, y deberá ser hermoso, y notaré la tierra blanda y la humedad me rodeará, y las moreras extenderán sus ramas como el cielo como una sábana irrompible, y el sol pasará entre las hojas y lo tendré en la cara y después la noche. Y la tierra estará blanda, sí, como la carne a mi lado, blanca, blanquísima, y estaré para siempre ahí y tú sonreirás y me dirás: "ya era hora". Ojalá estuvieses ahí y me pudieses decir si todo eso podría ser cierto.

3.5.10

Sin encontrarla

Seguramente tantos hombres habrán escrito alguna vez sobre esta historia... pero es que esta historia fue verdad. La conoció en un sueño. No pudo ver su cara. No podría reconocerla hoy. Pero ella le atrapó para siempre.

Sólo conocía de ella sus dos nombres. Dos palabras frías y precisas que la definían. La definían en su misterio, porque no conocía él nada más. Ni su cara, ni su cuerpo, ni su alma... Sólo sus dos nombres. Y sus palabras. Las palabras... ¡maldita sea, las palabras! Esas palabras tocaban con los dedos la eternidad.

Un día desapareció. Maldita... le llegó al espíritu, se bañó en él, en su sangre. Metió esas jodidas palabras en su cabeza. Y luego se largó. Así, sin más. Se esfumó. Y no fue el único. Dejó a tantos otros colgados en la enormidad, sin saber qué hacer, dónde buscar, dónde encontrar un pedazo de aquellas palabras.

Por lo demás la buscó incansablemente. Navegó mil veces a lo largo y ancho del mar infinito. Atracó en miles de sus innumerables puertos. Preguntó a todo tipo de gente en los confines, pero nadie la había visto. Y él no tenía nada, sólo un puñado de palabras y misterios.

Recorrió las estrellas que lucían en la oscuridad. Pero la oscuridad tampoco la había visto.

Miró entre el polvo de los libros, en la tierra tierna, entre las briznas de hierba ondulante, bajo los montones de kilos de versos dolorosos, en el contorno de la luna, en la sangre de un suicidio, entre las piernas de una puta, en los hielos de una copa, en los sudores de sus sueños y en sus propias pesadillas.

Pero nunca la encontró. Jamás, nunca la encontró. Hubiera dado dos brazos por ello pero no volvió, en su triste existencia, a sentir esas palabras.

Las casas vacías

Nunca creyó que la química salvaría su vida. Más bien al contrario sabía que le mataría. Pero no tenía otra opción. Tenía que liberar la imagen latente: de lo contrario caería a los infiernos.

Incapaz de soportar su propia frustración, harto de mascullar impotencias en susurro a la agonía de la noche decidió perder el tiempo y desandar sus pasos.

Un larguísimo sendero blanco en medio del desierto, un desierto de negrura. Y cuando digo negrura debemos entender vacío, nada, sólo un espacio negro sin materia.

Había pequeñas casas a lo largo del camino, en medio de aquella inexistencia. Pero las personas que un día las habitaron ya no estaban: ¿dónde? Sus nombres seguían escritos en el buzón, había luz en las ventanas, salía humo de la chimenea, se escuchaba una charla dentro. Incluso alguien le invitaba a entrar: "¡pasa, pasa!", su voz era dulce, un susurro en la medianoche. "¡Pasa! ¡Conversemos! ¡Somos siete personas aquí! Siete en el salón, tomando café".

Pero pasaba, y nadie. El vacío. La soledad. La soledad más absoluta.

Llegaba hasta otra casa, adornada incluso con arbolitos en torno a ella. Una luz en medio de la oscuridad. La voz volvía a escucharse, dulce, amante, sanadora. "¡Pasa! ¡Te queremos! Pasa, cariño, ven, siéntate en torno al fuego, hablemos de dulces historias, compartamos cálidos pensamientos, amémonos y sintámonos...". Una voz en la medianoche. Abría la puerta.

Nada. La misma casa, vacía. Completamente deshabitada. ¿Dónde estaba la gente? ¿Qué había sido de ellos? ¿Por qué desaparecían?

La negrura se los había tragado. En algún lugar de la materia vagaba su sustancia, perdida. ¡Qué infierno, qué hiriente pesadilla! ¿Había aberración más atroz? ¿Algo más terrible que haber sido y ser ahora en algún lugar recóndito entre diez mil millares de millones de estrellas? ¿Atrapado en alguna desconocida gota en medio de un mar inacabable? ¿Una minúscula hoja en algún árbol de una selva sin final?

Las casas vacías... ¿y las personas? ¿Y las voces? ¿Y sus palabras? La palabra, ahora sólo vagas letras perdidas en medio de mil millones de bibliotecas olvidadas. El recuerdo. Una añoranza vana y dolorosa en medio de mil millares de dolores en corazones solitarios.