21.5.10

Holocausto fórmico

Parecía un día normal en el mundo subterráneo, pero no lo era. Primero una inundación vino del cielo: como si un mar invisible se hubiese roto en el aire el agua penetró en cantidades bíblicas a través de la puerta de la ciudad. Recorrió todos los pasadizos, las calles innumerables repletas de gente que corría asustada sin poderse esconder, sin logar huir para terminar sumergida en las galerías, repentino laberinto submarino. ¡Proteged a la reina! Exclamaban.

Se trataba de evitar que la inundación alcanzase los aposentos de la gran soberana. Y a punto estuvo de asfixiarla: sus cortesanas fueron todas ahogadas por el torrente, como los eunucos y los efebos, los soldados y los mayordomos. Todos exangües en medio de los pasadizos, flotando como espectros en la oscuridad. ¡Las guarderías, las guarderías! Ah, aquello fue lo peor.

Pronto todos los ciudadanos que lograron sobrevivir emergieron, tosiendo y boqueando, al mundo exterior. Atravesaron las puertas de la ciudad y llevaban con ellos víveres, bienes y personas, a los viejos y a los niños. Cargaban las mujeres, flanqueadas de soldados en hileras, con los bebés empapados. Y ocurrió el desastre: una cuchilla flexible pero mortífera, de una suerte de material plástico, caía del cielo y aprisionaba a los torturados personajes, decapitándolos. Aplastaba a los bebés, deshaciéndolos.

Y así se desparramaron los habitantes de la ciudad subterránea sobre la superficie, huyendo de la catástrofe, desperdigándose y desapareciendo. Y los que no murieron perdidos en la selva de troncos verdes, flexibles y altos, habitada por las criaturas y las gentes del bosque misterioso - y contra aquellos seres los ciudadanos nadie eran por separado - los que no perecieron bajo el sol impávido o por el frio de la noche quedaron ahogados cuando una segunda tormenta, enviada por nadie sabe qué Dios enloquecido, cayó como un desagüe por la puerta de la ciudad arrastrando todo a su paso.

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