22.11.12

Tenía que morir

Éste es el árbol que ha muerto. No sabemos por qué ha sido; creo que un poco por todo. Siempre había pensado que algo rotundo acabaría con él, que tendría una muerte impactante. Que lo derribaría el viento o que lo partiría un rayo. Nunca creí que se moriría porque sí. Es un árbol que ha aguantado de todo.

Cuando era muy tierno, un retoño apenas, el sol lo quemó un verano entero. Hasta la última de sus hojas tenía heridas negras como tizones. Después vino el invierno: se heló y fue peor. Cuando tenía las flores frescas, hacia los últimos fríos, de repente nevó y nevó tapando la esperanza de la primavera. Estaba todo empapado y mustio, con las hojas de un gris plomizo. Pero el sol lo secó y resucitó.

Así pasó todos sus largos años. Quemándose y helándose, aguantando el viento tan fuerte y tan persistente de aquí que nunca para, que nunca cesa, que siempre sopla. Cuando se agrietaba su corteza luego se rompía y salía una nueva más gruesa, más verde. Echaba más ramas y más flores, daba frutos. Y después otro ataque: sol implacable, frío cortante, insectos, hongos, ventiscas, granizo que quebraba los tallos. Lo cierto es que su aspecto no era muy bueno: cicatrices, ramas partidas, una forma retorcida por la dureza de los años. Pero aun así crecía y crecía; resistiendo y resistiendo.

Pero por fin murió. Porque, supongo, tenía que morirse. No fue nada lo que acabó con él. No el pedrisco, ni los hielos, ni el sol. Ni un incendio, ni un ciclón inesperado, ni una plaga incurable. Sólo la muerte; muerte que fue, además, lenta y visible. Poco a poco cada vez más marchito. Con la corteza más pálida y la copa menos frondosa. Con las ramas débiles y secas, tremulantes en el viento. Así por largos meses, incluso un año.

Llevaba muerto varias semanas cuando lo acepté. Tenía toda la madera gris, como el cemento. Había perdido todas sus hojas y las ramas estaban cenicientas, mustias. Lo vi así durante días, pasando junto a él, porque quería creer que reverdecería y resucitaría. Pero no lo hizo. Y ahora debo aceptar que ha muerto; que se ha ido para siempre.

Tendré que acostumbrarme. Tendré que aprender a no tener su sombra en verano, ni su abrigo en invierno. A no escuchar a los pájaros cantando en su ramaje ni ver el estallido de las flores en primavera. A vivir con el hueco que deja en mi terreno, con la ausencia insoportable de su copa entre mis siembras. ¿Podré conseguirlo? ¿Podré sustituir su verde y viva presencia? Supongo que no tengo elección, porque tenía que morir y finalmente lo ha hecho.

14 comentarios:

  1. Hace años uno de mis árboles favoritos fue arrancado de cuajo de la tierra por un vendaval fortísimo durante unos días de tormenta que a mí me causaron un percance automovilístico del que salí ileso, me pasaron tantas cosas que escribí cien veces lo ocurrido aquel día para no olvidarlo. Acababa de despedirme de uno de los alcaldes de los municipios donde trabajaba, por cambiar de destino. Mientras mi árbol voló, yo estuve agarrado a una tela metálica, completamente empapado, intentando que el viento no me arrastrara por la autopista; hacía ya horas que había abandonado el coche, que me dejó tirado con el neumático reventado y las ventanas a punto de arder, lamiendo chsipas amarillas y anaranjadas, anaranjadas como el atardecer que hoy confundí con un tubo de neón.

    Me despedí de todo y de todos, mentalmente, me vi protagonista de los sucesos del telediario de la noche, temía por mis dedos congelados que parecían partirse por efecto de la alambrada. ¡No quería perder mis dedos y me soltaba por momentos, pero salía flotando! No, el maletín en el que guardé mis tesoros de aquellos años no lo llegué a soltar nunca.

    Nada puudo hacerse por mi árbol. Durante unos días caminamos sobre él, como Chnace milagrosamnete sobre el lago y fabriqué con mis amigos una guarida para protegernos por la noche. Al cabo de unos días lo trocearon y se lo llevaron, así, sin más.

    No les importó cuántas cosas ocurrieron allí mismo. Se lo llevaron sin más.

    Me quedan unos cuantos árboles, pocos ya. Me oblogan los vecinos a podarlos, a quitarles ramas, les molestan. Quieren acabar con ellos. Quieren acabar con todo. Y son sólo unos cuantos.

    Nos veremos las caras, amigos. Los defenderé hasta la muerte, mientras esté en mi mano. Con mis propias manos. Mientras conserve las manos, como hasta ahora, a pesar de la alambrada.

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    1. ¿Te ocurrió todo eso realmente? Sí que es para escribirlo. Me parece genial que luches por tus árboles. Por suerte yo nunca he tenido ese problema; los míos los tengo en el campo, donde no "molestan". No sé cómo reaccionaría si alguien la tomara con ellos. De momento sólo lo hacen el sol, el hielo y el granizo.

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  2. Dicen que lo triste siempre tiene algo de bonito (en este caso, tus palabras).
    Saludos.

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  3. Yo he escrito 348 poemas tristes. Pero el tuyo les pasa por encima.

    Abrz.

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  4. que triste... los árboles forman parte de nuestro día a día, se hacent tan necesarios y generalmente le pasamos por el lado sin darles la importancia necesaria... además se hace evidente el ciclo de la vida...
    saludos
    te seguire leyendo

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  5. Así es la muerte, cruel y caprichosa.
    Me ha gustado mucho, un saludo.

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  6. Precioso...
    Gracias por pasarte por mi blog. Así he conocido el tuyo. Creo que me pasaré de nuevo.
    Me gusta mucho como escribes. Un saludo.

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    1. Gracias, me alegro que te guste. Espero leerte a menudo.

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  7. Vengo a través de tu visita a mi blog y me alegro, me gusta lo que leo.

    No temas, en mi blog todo es mucho más simple de lo que aparenta.

    Gracias por tu visita, tu comentario y por compartir "tenía que morir".

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  8. Yo veo mucho más que un árbol. Todos los sentimientos que van detrás, están detrás de todo.

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    1. Qué bueno que lo veas. Mucha gente no ve esas cosas.

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Háblame.