10.6.10

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El mundo es un teatro donde los dioses y los demonios se entretienen observando los descalabros del hombre. Hay quien puede vivir sorteando los envites agresivos de la corrupción, esquivando las consecuencias de su propia depravación, degradándose, siendo libre, enterrándose y pensando por un segundo que algo en el cielo le ayudará, que obtendrá el perdón, que podrá descansar, que cambiarán las cosas.

Un instante de esperanza en un océano de hastío y luego de repente, sin esperarlo, abrir de improviso la puerta más cerrada de la desesperación, conocer un nivel aún más escondido del dolor, a cotas nunca antes imaginadas, a un extremo que enloquecería al mismo diablo en el corazón profundo del infierno.

Ahora la tiene ante sí, descarnada, desnuda, eterna, inevitable, la verdad. La verdad. Y por fin siente el dolor, a una capacidad que antes no podía ser ni en su enfermiza imaginación. Entendió que los hombres no valen nada, la mentira de la hermandad, el porqué de las separaciones insalvables, de las escalas entre unos y otros, del abismo que les distancia.

Encontró el castigo que los dioses, engañosos, le tenían reservado, después de brindarle la esperanza mediante las señales falsarias del diablo.
Ellos siguen divirtiéndose mientras envían desde el cielo los elementos con que, en una ininterrumpida lluvia, atormentan a los hombres: esperanza, ilusión, amor. Mentira.

Ahora se hundirá en el pozo, caerá a la oscuridad y de allí no saldrá nunca, enterrado por siempre, hundiéndose cada vez más, en una espiral decadente hasta que compruebe que solo los vapores del alcohol le permitirán olvidar un segundo y no sentir y sufrir un poco menos mientras espera la única liberación posible del tormento agónico, la muerte. Y así cumplió el destino que le aguarda a todos los hombres, sin esperanza.

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