8.3.11

La montaña

Juan bajaba todos los atardeceres al paseo marítimo y lo recorría hasta el fondo, donde empezaba el rompeolas coronado por un faro. Se cruzaba con muchas parejas, aunque él iba solo. Una vez al final se daba la vuelta y contemplaba el horizonte: a un lado la ciudad y al otro el océano. En medio, gigantesca, la montaña. Un antiquísimo peñasco que, por alguna razón, había resistido la erosión de la marea. Ahora soportaba día y noche el impacto de las olas.

Su caminata terminaba a la altura del peñón. Una vez allí tomaba la avenida para regresar a casa. Cuando alcanzaba la montaña la noche casi había caído y de la mole inmóvil se advertía sólo una sombra en la oscuridad. Hasta entonces disfrutaba observando cómo el sol se escondía y pintaba el mar de colores cada vez más pálidos. También - por qué no decirlo - gustaba cotillear a los demás que paseaban: un matrimonio de ancianos, una joven que hacía deporte, unos novios sacando al perro.

Un día reparó en un muchacho que estaba quieto frente al peñasco. Era el primer verano y el chico se arropaba con un abrigo de guata gris. Apoyaba sus manos en los barrotes del mirador y no levantaba la vista de la montaña apenas un segundo: podría decirse que ni parpadeaba. Juan no le dio importancia pero observó que estaba allí cada noche, a la misma hora, sujetando la gran roca con sus ojos mientras la concurrencia poco a poco regresaba a casa.

A finales de agosto Juan sintió que no podía soportar ya más la curiosidad y, procurando parecer natural, entabló conversación con él.

- Qué pena que se acabe el verano, ¿eh?

- Sí, una lástima. - contestó el muchacho sin apartar los ojos de la montaña.

- Con el gusto que da pasear por aquí... - insistió el hombre, carraspeando.

- Sí, no está mal. - apuntó el chico, sin mirar a Juan ni una vez.

Al cabo de unos momentos éste se decidió a preguntar:

- Dime... ¿qué haces aquí siempre parado?

El chico movió entonces la cabeza y, por unos segundos, separó los ojos de la gran piedra para clavarlos en los suyos. Luego volvió a fijarlos en el peñón.

- ¿Es que no lo ves? - contestó - Estoy intentando mover esa montaña.

8 comentarios:

  1. jjaaja Por intentar que no falte...

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  2. La cosa es tener fe, ¿no?

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  3. Dicen puede más la fuerza de la fe que de la propia naturaleza. Este me gustó.
    Un abrazo

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  4. MIMOSA, ¿los otros no te gustan? :(

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  5. Si, pero no de este modo.
    Besos

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  6. Ey, uno que se aparta un poco de tu tónica habitual... A veces hay que intentar las cosas aunque se presupongan imposibles...

    Me gusta, en serio :-D Besos!!

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  7. Eso parece, aunque yo lo escribí con la mala leche habitual... xD.

    Besotes.

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Háblame.