El otro día estaba tomando café, como siempre, yo solo leyendo el Marca, rodeado de gente y acompañado nada más por el humo de mis pulmones. A mi lado, a unos pasos, estaba en una banqueta el viejo hidalgo, un hombre ya anciano, soltero, sin hijos ni sobrinos y que había heredado muchas tierras propiedad de su familia desde tiempos antiquísimos. De aquellos cultivos había vivido siempre y era tal el número de hectáreas que, incluso aunque nadie se las trabajara más, le bastaría la renta para lo que le quedase de vida; vida que gastaba viéndola pasar muy lento entre copas de vino y tabaco negro, en un bar o en otro, de la mañana a la noche y siempre solo.
No se le conocían amigos, si los había tenido estaban ya muertos. Aquel era uno de sus abrevaderos predilectos – no sé en base a qué criterio –; como cada mediodía, una media hora antes de irse, alzaba la voz y le decía al camarero:
- ¡Ramón! Me pone otro vino y se cobra usted.
Y al instante plantaba en la barra tres billetes de veinte euros.
Mientras degustaba parsimonioso el último tinto, una mujer pasó al bar acompañada de un hombre. Era ciega o sorda o a lo mejor las dos cosas, y torpemente iba de corrillo en corrillo o al propio camarero ofreciendo cupones: ¿quieres para hoy? Hasta que se llegaba a donde el hidalgo viejo bebía murmurando entre dientes, y ella preguntaba: ¿cuántos quiere usted?
- ¡Hoy no quiero nada!
- Bueno, no pasa nada, no se preocupe usted…
El camarero miraba de reojo desde sus tatuajes y ella se alejaba, hablando como con pena…
- Hombre, no sé por qué es usted así, pero si no quiere no pasa nada…
El viejo insistía.
- ¡Hoy no quiero nada!
- Mire que si toca son cincuenta millones, ¿eh?
- Me da igual, ¡hoy no quiero!
- Va, venga, hombre, no sea usted así…
Al final, carraspeando estruendosamente, frotándose la barba blanca de vieja y amarilla de tabaco, el hacendado cedía y sacaba tembloroso un billetero…
- Bueno, bueno… ¡a ver si toca!
Así se producía el intercambio. El viejo se guardaba en el bolsillo el décimo y ella el billete en su monedero. Antes de irse me ofrecía lotería y se llevaba mi negativa, pero se marchaba contenta – era una mujer risueña –.
Y mientras la miraba alejarse al otro lado de las cristaleras, en la calle, y apuraba el sorbo final de mi café, no dejaba yo de preguntarme: ¿para qué quiere cincuenta millones de euros un viejo, solo, sin hijos ni herederos, que se encuentra en el invierno de su vida?
No se le conocían amigos, si los había tenido estaban ya muertos. Aquel era uno de sus abrevaderos predilectos – no sé en base a qué criterio –; como cada mediodía, una media hora antes de irse, alzaba la voz y le decía al camarero:
- ¡Ramón! Me pone otro vino y se cobra usted.
Y al instante plantaba en la barra tres billetes de veinte euros.
Mientras degustaba parsimonioso el último tinto, una mujer pasó al bar acompañada de un hombre. Era ciega o sorda o a lo mejor las dos cosas, y torpemente iba de corrillo en corrillo o al propio camarero ofreciendo cupones: ¿quieres para hoy? Hasta que se llegaba a donde el hidalgo viejo bebía murmurando entre dientes, y ella preguntaba: ¿cuántos quiere usted?
- ¡Hoy no quiero nada!
- Bueno, no pasa nada, no se preocupe usted…
El camarero miraba de reojo desde sus tatuajes y ella se alejaba, hablando como con pena…
- Hombre, no sé por qué es usted así, pero si no quiere no pasa nada…
El viejo insistía.
- ¡Hoy no quiero nada!
- Mire que si toca son cincuenta millones, ¿eh?
- Me da igual, ¡hoy no quiero!
- Va, venga, hombre, no sea usted así…
Al final, carraspeando estruendosamente, frotándose la barba blanca de vieja y amarilla de tabaco, el hacendado cedía y sacaba tembloroso un billetero…
- Bueno, bueno… ¡a ver si toca!
Así se producía el intercambio. El viejo se guardaba en el bolsillo el décimo y ella el billete en su monedero. Antes de irse me ofrecía lotería y se llevaba mi negativa, pero se marchaba contenta – era una mujer risueña –.
Y mientras la miraba alejarse al otro lado de las cristaleras, en la calle, y apuraba el sorbo final de mi café, no dejaba yo de preguntarme: ¿para qué quiere cincuenta millones de euros un viejo, solo, sin hijos ni herederos, que se encuentra en el invierno de su vida?
¿Y para que los querrían el resto de los mortales?
ResponderEliminarCreo que todos en algún momento hemos soñado con poseerlos, cada cual para llenar esos huecos que tiene,cada cual para tener algo más que no tiene.
Bueno, desde un principio me gustaron tus relatos, y aquí sigo.
Un abrazo.
Yo creo que realmente lo quiere por tener una costumbre... hacer algo rutinario anima a todo el mundo, ¿no?
ResponderEliminarMe alegro de que te gusten y de que sigas por aquí :)
Besos
Quizás lo quiera para alejar el hecho de estar en el ocaso de su vida, como tú dices... Podría morir al día siguiente, pero prefiere pensar que puede vivir tanto como para gastar ese dinero si toca... O quizás por hacer un favor a la vendedora... Por ejemplo XD Besitos!!!
ResponderEliminarCreo que es una mezcla de lo último y la rutina... xD
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